Llega el viajero a Burgos y da descanso a su fatiga en la penumbra de su catedral.
Priva el silencio en el recinto. Apenas si se escucha el murmullo de la anciana que reza ante un altar. Y sin embargo el peregrino cree oír sonoros gritos de batalla; galope de caballos; entrechocar de espadas. Como entre nubes ve pasar al Cid, que combate por un rey que lo combate; que lucha por una patria que todavía no existe y por una fe que siempre existirá.
Ahí, entre los muros del majestuoso templo, el viajero siente la eternidad de España. En el Camino de Santiago la sentirá también, y luego en la montaña astur donde empezó la Reconquista, y después en el Prado de Madrid, mirando el aire que pintó Velázquez.
Ahora el viajero está en su país, que es hijo de la España madre, y siente en lo más hondo de su ser esa raíz hispánica, igual que siente la raigambre indígena de su propia tierra
De esa maternidad y esa paternidad el viajero se enorgullece por igual.
¡Hasta mañana!...