'Yo no entiendo muchas cosas, pero le echo ganas porque quiero que mis hijos por lo menos aprendan a leer y escribir', dice Dioselina, una mujer que desde noviembre de 2019 le da clases a sus dos hijos. (ESPECIAL)
"Yo no entiendo muchas cosas, pero le echo ganas porque quiero que mis hijos por lo menos aprendan a leer y escribir", dice Dioselina, una mujer que desde noviembre de 2019 le da clases a sus dos hijos.
Dioselina es una de los 3 mil 100 habitantes de las comunidades de San Rafael, El Limoncito, Los Cimientos, Cuajilote, Guayameo, La Piedra, El Guajolote, Los Alacranes, La Barranca y Santa Teresa, todas en la sierra de Zirándaro en la Tierra Caliente de Guerrero, que salieron huyendo de sus casas cuando los criminales convirtieron estos pueblos en un campo de batalla; las balaceras, las desapariciones y los asesinatos se hicieron recurrentes.
Desde entonces, sus dos hijos no ven a sus profesores, y la escuela donde estudiaban, la primaria Guadalupe Victoria está abandonada, llena de basura, con los salones llenos de humedad y los muebles deteriorados. Por la violencia, los maestros dejaron de asistir.
Dioselina regresó a su pueblo, San Rafael, apenas en junio de este año, tras siete meses de estar desplazada. Regresó porque en la zona se vive un momento de tranquilidad que no se sabe cuánto va durar. Los que no han vuelto son los profesores, ahora por la prohibición de las clases presenciales debido a la pandemia de COVID-19.
Dioselina continúa haciéndose cargo de la enseñanza de sus hijos. Lo hace como puede: estudió hasta secundaria y las herramientas tecnológicas en San Rafael son escasas.
"Cuando comencé a darles clases sentía que me iba a morir, me ponía bien nerviosa y sentía el estrés aquí en los hombros, en la nuca, no sabía qué hacer", recuerda parada en la puerta de su tienda que luce semivacía.
Estar conectada a internet es complicado: hay que pagar 35 pesos diarios por una ficha. Y conseguir esos 35 en San Rafael es más complicado. En el pueblo hay muy pocos, muchos aún no regresan y otros no piensan volver: los criminales les robaron todo y para comenzar de cero cualquier lugar es bueno; otro tanto se niega a vivir de nuevo esos días de terror.
Mientras San Rafael esté semivacío, a la tienda de Dioselina muy poco se acercarán. No hay trabajo, no hay nada que vender y pocos tienen para comprar.
El inicio de la pesadilla
En esta misma sierra, a una hora de camino de terracería, en la localidad de Los Alacranes, comenzó todo, en noviembre de 2019. Eran las cinco de la mañana cuando los balazos despertaron a los pobladores. Todos corrieron a esconderse, unos lograron llegar a casas más seguras, otros resistieron en sus viviendas de paredes de madera y techos de lámina.
La balacera duró 16 horas. Los pobladores de Los Alacranes supieron hasta después que se trataba de una disputa entre las organizaciones criminales La Familia Michoacana y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Esa madrugada perdieron la tranquilidad y comenzaron la travesía. Tomaron lo indispensable y huyeron para protegerse. Pasaron meses desperdigados, en albergues, viviendo con familiares y otros rentaron hasta que pudieron.
Las balaceras comenzaron a expandirse por las demás comunidades. Los criminales dejaron sus huellas: asesinatos, desapariciones y, cuando los pueblos quedaron vacíos, vinieron los saqueos, se robaron casi todo de las casas: estufas, camas, refrigeradores, televisores, herramientas, comida, trastes. Se llevaron las reses, los cerdos, los chivos, las gallinas. Robaban, destruían y se iban.
Cuando estas organizaciones criminales pactaron una tregua, algunos pobladores se animaron a regresar. Ahora buscan rehacer sus vidas y levantar sus casas.
El regreso
Este lunes de diciembre, en la cancha de la primaria Lázaro Cárdenas está colgada una piñata de Santa Claus en espera de que la rompan los ocho estudiantes que regresaron. El ciclo escolar pasado eran 16.
La única profesora de la escuela busca aprovechar la tregua que le permite transitar por los caminos. Cada 15 días entrega en el plantel trabajos impresos, da instrucciones y recoge los anteriores. También lo hace porque es la única forma de tener contacto con sus alumnos.
En Los Alacranes no hay internet, y para tenerlo hay que pagar diario por una ficha, pero de los ocho estudiantes, muy pocos cuentan con celulares o computadoras para conectarse.
Acá las familias están más preocupadas en recuperar lo perdido, en reconstruir sus casas, en reencontrarse con su anterior vida. El poco dinero que logran obtener es para comer o hacer una reparación.
En la comunidad de Los Cimientos, los niños de la primaria están sin clases regulares desde noviembre. La última profesora que tuvieron, Blanca, viajaba casi siete horas desde Chilpancingo para darles clases dos días a la semana. Era la única opción que tenía para estar con sus estudiantes.
Esas visitas duraron apenas dos meses, pues la profesora Blanca murió en septiembre por COVID-19. Un día les avisaron que la maestra se ausentaría porque su hijo de 14 años se había contagiado del virus; días después les informaron que ella también lo había contraído, pero no resistió: murió a los 35 años.
Ahora estos niños están sin profesora, a los padres y madres de familia les avisaron que la Secretaría de Educación en Guerrero (SEG) ya tiene un reemplazo.
Por la violencia o por COVID-19, los niños de este pedazo de la sierra no pueden tomar clases de manera regular: cuando las escuelas estaban abiertas, no pudieron quedarse en casa, ahora que pueden hacerlo, las aulas están cerradas.