Después de la grandes guerras, de los horrores de Hiroshima y Nagasaki; superada la desolación, el hambre, la muerte; la humanidad se aplicó a reconstruir la vida y procuró la paz. El mundo es de los que sobrevivieron, los que pasaron la prueba y con los restos del naufragio, armaron una vida mejor. Quienes tuvimos la suerte de nacer en la segunda mitad del Siglo XX en América y en un país generoso como el nuestro; disfrutamos del nuevo orden del mundo y la abundancia que nos trajo. Pasamos de comprar lo necesario a llenar el carrito en los nacientes supermercados. Con la novedosa televisión en la sala de la casa, se introdujo la publicidad que nos instaba a comprar: electrodomésticos, autos, ropa, comida en exceso.
Aparecieron los centros comerciales y descubrimos la magia de las tarjetas de crédito. Se crearon las grandes empresas y con ellas fuentes de trabajo. Creció y se consolidó una clase media consumidora y aprendimos a vacacionar. Acapulco fue obligado para los lunamieleros de todo el mundo, entre otros famosos Jackie y John F. Kennedy. Puerto Vallarta un paraíso lejano y silvestre, Cancún, y Cozumel, apenas pueblitos de pescadores con gordas y relucientes langostas, quesos holandeses y perfumes franceses; (no es que yo, apenas una jovencita pudiera darme esos lujos, es sólo que me gustaba descubrir que existían), se convirtieron en modernos y atractivos centros turísticos. Nacieron y se desarrollaron Los Cabos. La universidades se rindieron a la la presencia femenina y aparecieron en nuestra sociedad arquitectas, ingenieras, astrofísicas. Nos pusimos bikinis y minifaldas para bailar a gogó en las novedosas discotecas que sustituyeron los rancios cabarets donde bailaban los políticos con sus queridas. Disneylandia para los chiquillos, Europa para los artistas y los mochileros, Hollywood para los aspirantes al cine; el acceso al mundo se hizo posible. Excepto por el terror que conocimos en Tlatelolco y los temblores del 57 que nos dejó al Ángel sin cabeza, el 85 y el 2017 que nos pusieron de rodillas, y que ante la incapacidad del gobierno, la sociedad civil respondió solidaria y eficiente; nuestra vida en general ha sido buena. Nuestro castigo de Sísifo han sido los malos gobernantes que invariablemente ofrecen la renovación moral de la sociedad, abatir la corrupción y acabar con la pobreza. Ninguno lo ha hecho. Visto lo visto, queda claro que la ignorancia y la pobreza son la mejor combinación para cosechar los votos de esa masa sin nombre que más que pensar, ha aprendido a obedecer: al cura, al padre, o al presidente de turno. Generaciones de gansos, que siguen creyendo en el poder sanador de las estampitas. Pertenezco a una clase media que ha disfrutado una buena vida y que se angustia ante una situación inédita para la que nadie tiene referentes. El mundo dio un frenazo y las consecuencias son impredecibles. Yo, si de algo sirve, me lavo las manos y como una virgen, me guardo hasta de las miradas que pueden ser contagiosas. Si tengo un jardín en abril, buganvilias saltándose mis bardas y cada mañana me visitan los colibríes. SI el anciano tornamesa saca música de mis long plays y los libros se amontonan en mis libreros, pues entonces tengo todo lo que necesito; me repito mientras ansiosa, doy vueltas alrededor de mi misma. Me convenzo de que como todo en la vida, también esto pasará. La humanidad siempre se recompone y con frecuencia sale fortalecida de experiencias amargas como la que estamos viviendo. Pero si como en el cuento de Monterroso, cuando despertemos de esta pesadilla el ganso sigue ahí; ¡ay nanita que miedo! Ahora entenderá pacientísimo lector por qué me siento como si estuviera parada al borde de un precipicio.