Nacional Poder Judicial Beltrán Leyva Reforma Judicial Profeco AMLO

FUEGO OLÍMPICO

Un fuego olímpico eterno por la igualdad de la mujer deportista

26 de octubre, primer aniversario luctuoso de Norma Enriqueta 'Queta' Basilio Sotelo

Enriqueta Basilio, mujer icónica, atleta de evidente espíritu deportivo y digna embajadora olímpica.

Enriqueta Basilio, mujer icónica, atleta de evidente espíritu deportivo y digna embajadora olímpica.

ARACELI MARTÍNEZ ROSE

"No solo encendí la flama olímpica, también encendí el corazón de las mujeres, la llama por la justicia, la igualdad, la equidad y todos los valores que nos pertenecen", Enriqueta Basilio Sotelo.

Entrevista inédita de Araceli Martinez Rose (2017-2019) con la primera mujer en la historia, en encender el pebetero olímpico, en señal de equidad de género en olimpismo.

El comité organizador de los Juegos Olímpicos del 68 buscaba a un atleta que fuera capaz de correr 400 metros planos, en condición de soportar el impacto emocional de estar frente a un público multitudinario, subir la escalinata de 93 peldaños y portar la antorcha hasta encender el pebetero olímpico para dar por inaugurados los juegos de verano de México en 1968. Me eligieron a mí. Yo, Norma Enriqueta Basilio de Álvarez, me convertí de un día para otro en la primera mujer en la historia de la justa olímpica en portar la antorcha de la ceremonia inaugural: un privilegio.

Nací un 15 de Julio de 1948 en Mexicali, Baja California, viví en el Ejido Puebla, la esquina más alejada de México. Fue muy difícil que mis padres me permitieran trasladarme a la capital del país para probar suerte como atleta. Siempre supe que quería serlo, comencé a destacar deportivamente en las competencias juveniles escolares. Avanzaba a los campeonatos estatales, regionales, nacionales y por último al internacional.

Vladimir Puzio era el entrenador polaco de atletismo, pidió a la Federación que me incluyeran en la preselección nacional durante un evento en 1966.

DE PROVINCIA

Siendo la quinta hija de seis hermanos y con valores tan arraigados de provincia, mis padres creían que aún estaba muy joven para dejar mi casa y no me dejaron partir al entonces Distrito Federal. No fue sino hasta un año después que insistieron en mi participación en la delegación mexicana para los Juegos Panamericanos que mis padres finalmente me dieron el permiso. Mi sueño olímpico se acercaba cuando al fin tuve la oportunidad de viajar a la Ciudad de México para convertirme en una deportista de alto rendimiento.

De la mano de mi entrenador Vladimir Puzio rompí dieciocho veces la marca nacional. Hasta México 68 existieron los ochenta metros con vallas. En Múnich 72 esa prueba se aumentó a cien metros con vallas y nunca más se ha modificado.

Es maravilloso constatar que la vida da oportunidades por igual. Quién podría imaginar que aquella niña que creció en un ejido rural del valle de Mexicali llegaría a tener una encomienda histórica.

Los recuerdos de mi niñez me dan una sonrisa. Mi abuelo militó juntó al legendario Pancho Villa y mi familia se asentó en el norte del país cuando había todo por hacer en esas tierras. Tres generaciones pasaron y fue así que mis hermanos y primos crecimos juntos, jugando y disfrutando de una linda niñez. Viviendo en un área rural, tuve espacio para correr con libertad y "competir" era frecuentemente el juego preferido. Por ello fue natural, el saltar obstáculos, pues siempre lo hice siendo niña. ¡Cómo disfrutaba hacerlo! Saltaba todos los cercos de mi madre para escapar de las travesuras que todos los primos y hermanos usualmente hacíamos. No solo fue una niñez hermosa y sana, creo que realmente fue así como aprendí a saltar obstáculos con precisión y rapidez. Ya siendo atleta tenía gran facilidad en el ritmo para saltar las vallas. Me parecía una disciplina muy estética, muy bonita, por ello ese deporte me enamoró.

Ni siquiera en sueños me veía participando en algunas olimpiadas, mucho menos podía imaginarme que sería la portadora de la antorcha olímpica en mi país y la primera mujer en el mundo en tener ese privilegio. Estaba tan nerviosa una noche antes que no me fue posible dormir. Seguí al reloj marcar hora tras hora hasta que amaneció. Era el 12 de octubre de 1968 y, sin saberlo, mi vida quedaría marcada por siempre por la llama de esa antorcha.

Me olvidé de todas las indicaciones que me dio Vladimir, mi entrenador, sobre cómo debía recorrer la ruta hasta el estadio y subir los escalones hasta el pebetero. Puzio, viajo desde Polonia a México apenas cuatro años antes, invitado por la Federación para ser el entrenador de velocidad, me entrenó no solo para ser atleta, sino que me ayudó en la preparación mental para llevar a cabo la encomienda deportiva más importante de mi vida.

GRAN SALTO

Prácticamente salté de unos juegos juveniles a los juegos olímpicos. Yo era campeona nacional juvenil, era corredora especializada en 80 metros con obstáculos, pero no era corredora de los 400 metros. No tuve mucha competencia internacional como experiencia deportiva de alto rendimiento, era una atleta desconocida para el mundo y solo en mi país sabían quién era. En los Juegos Panamericanos de Winnipeg 67 logré un séptimo lugar, ello me dio una enorme alegría y tuve una ventana abierta para llegar a esta oportunidad marcada en la historia olímpica: México 68. Pudo ser la icónica actriz María Félix, Amalia Hernández gloria del Ballet Folclórico Nacional, porque se pensó en ellas para llevar la antorcha olímpica, pero al final, me eligieron, porque mi rostro moreno era el de una mexicana y a mis 20 años, mi capacidad atlética, permitiría lograr ascender hasta el pebetero y encender el fuego de los XIX Juegos Olímpicos de verano. Mi nombre se mantuvo en secreto, se daría a conocer en ese preciso momento cuando el ultimo relevo me entregara la antorcha al cruzar el túnel de acceso al estadio universitario. Esa noche no dormí, pensando en la mañana siguiente, ese 12 de octubre de 1968 que quedaría marcado para siempre en la historia olímpica.

SIN UNIFORME

Al despertar tuve que buscar la ropa para portar la antorcha, pues los organizadores olvidaron darme algún uniforme. Ellos no me pidieron ni me sugirieron nada al respecto. No tenía ninguna prenda con el escudo nacional o los colores patrios. Mis padres, Everardo Basilio González y Bernardina Sotelo Peralta, habían llegado unos días antes para acompañarme y su presencia me dio mucha seguridad. Esa mañana decidí que iría de blanco: unos shorts deportivos que utilizaba en mis entrenamientos regularmente y una cinta para detener el cabello; agregué una blusa sin manga. Además, calcé mis tenis blancos, iguales a los que usaba en la secundaria para la clase de educación física. Blanco es el color de la paz, de blanco vestiría no pudo ser ningún otro color.

Nada empañaba la belleza de ese día. Estaba a punto de ser parte de la historia de un evento magno en México. Hoy en día los deportistas llevan un calzado tan ligero que parece que vuelan; en cambio yo llevé unos tenis que no eran precisamente para correr. Mi generación careció de todo y hacíamos lo posible con lo que teníamos.

De niña recuerdo que mi mamá cosía toda mi ropa y también la deportiva. Por fortuna crecí más que todas mis hermanas y no tuve que heredar la ropa usada de todas ellas. Mi mamá me hacía varias prendas con su máquina de coser. Mis primeros spikes me los compró mi papá mucho tiempo después.

Dentro del estadio universitario, esperaba en un cuarto de jueces mi llamado de salida para recibir el fuego olímpico. Esa mañana había 100,000 personas que vitoreaban por ver la antorcha llegar. Un cadete militar fue quien me la entregó para emprender el recorrido final hacia la inauguración del evento.

FUE UN ORGULLO

Recuerdo que al llegar al punto de salida inicié mi recorrido a trote. Mi corazón latía fuertemente, pero de orgullo, aún de incredulidad ante semejante momento y de entusiasmo por llegar a la cita en el Estado Olímpico Universitario y recorrer casi un centenar de escalones de un tirón hasta el pebetero, fueron 93 suspiros uno en cada escalón hasta cumplir con la tarea según lo planeado.

A la entrega, inicié mi recorrido por la entrada del maratón hacia el interior del estadio, bajé la rampa y al fin llegué a la pista rojiza de tartán para continuar el último tramo del recorrido hasta llegar a la escalinata con los noventa y tres escalones que me esperaban. La mitad de los escalones eran hidráulicos y se tenían que enganchar a la plataforma hasta donde yo subiría con la antorcha para encender el pebetero. Hubo rumores de que un día antes se había desplomado, pero nunca me lo dijeron. Soltaron miles de globos al cielo, la algarabía era ensordecedora. Los fotógrafos, espectadores, atletas y reporteros se amontonaban y me cerraban el paso. Pensé que no podría continuar, detenida por las cámaras frente a mí, de seleccionados de las delegaciones del mundo que rompían filas, de periodistas y espectadores que querían capturar ese momento. Fue entonces cuando los jóvenes Scouts que estaban ahí típicamente vestidos con su pantalón corto, camisa con corbata y boina, se enfilaron a manera de valla humana abriendo una vereda para que yo pudiera subir a entregar la llama olímpica.

Al poner el pie en el primer escalón no supe más de Enriqueta Basilio. No escuché, no vi, no se sí respiraba. Me concentré sólo en el momento y la meta final de encender el pebetero. Al llegar arriba admiré con respeto la majestuosidad de nuestros volcanes, vi la enormidad de la universidad y debajo un estadio repleto. En el palco presidencial estaba Gustavo Díaz Ordaz y sus invitados especiales. Abajo las autoridades del Comité Olímpico Internacional y Mexicano, rodeadas de miles de uniformes de colores de los atletas seleccionados participantes. Ya estaba en la cima y en el piso estaba el botón que yo debía pisar como señal de que estaba lista para encender el pebetero y comenzar así la fiesta deportiva más importante del mundo.

Nunca sentí cansancio, me sobraba adrenalina. Estaba lista para cumplir y llevar a su destino una llama que hizo el recorrido simbólico en recuerdo al trayecto realizado por el navegante de los dos mundos, Cristóbal Colón. Llegaba por fin a los Juegos de la XIX Olimpiada esa llama hecha con resinas y encendida con los rayos del sol comenzó en Grecia y ardiendo se llevó en ánforas para ser trasladada y cuidada en el trayecto de ese maravilloso recorrido.

ANTORCHA DIFERENTE

La antorcha en mi mano era una belleza, diseñada especialmente para mí, no era como las demás. Era más compacta y tenía un protector especial para que no me pasara el calor a la mano. Medía poco más de cincuenta y dos centímetros con un peso de casi ochocientos gramos. Es la única antorcha que ha existido con ese peso. La original que se utilizó para los relevos es de dos kilos, con ella hice algunos ensayos hasta que me quemé la mano y entonces decidieron hacer una especial, adecuada para mi peso; ahora es mi propia antorcha.

Saludé a los cuatro puntos cardinales, algo que nació de mí, pues no hubo ninguna indicación previa de lo que debía hacer estando arriba. Surgió la enorme llamarada olímpica, México era el anfitrión y yo empecé a disfrutar, mi trabajo estaba hecho. Comenzaría la juramentación de la apertura de los juegos, hecha en español.

Volaron miles de palomas blancas sobre el cielo de nuestro antiguo "Méjico", digno espectáculo para el Dios Quetzalcóatl; aquella visita, la euforia al aire y las emociones que vivían en mí, las guardaría para siempre cual tesoro. No tenía un uniforme, ni siquiera una chamarra deportiva de la selección nacional de atletismo para vestir al bajar del pebetero. No podía irme de la Villa olímpica vestida así, realmente no sabía qué hacer. Al entrar a la caja del pebetero, un trabajador de la limpieza me ofreció ayuda para sofocar la antorcha que aún seguía encendía y, al mismo tiempo, al ver que no tenía un uniforme, amablemente me ofreció uno nuevo que tenía guardado, me lo puse y salí tranquila de ahí.

Meses previos a la ceremonia, cuando se anunció que sería una mujer quien portaría la llama olímpica para encender el pebetero, sentí el honor y la responsabilidad de ello; tuve el apoyo de las mujeres. Creo que no las defraudé: la satisfacción y el orgullo fue para todas las mujeres del mundo.

93

PELDAÑOS

tuvo que subir Enriqueta Basilio para encender el fuego olímpico de México 1968.

Leer más de Nacional

Escrito en: FUEGO OLÍMPICO Olimpiadas

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de Nacional

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Enriqueta Basilio, mujer icónica, atleta de evidente espíritu deportivo y digna embajadora olímpica.

Clasificados

ID: 1758238

YouTube Facebook Twitter Instagram TikTok

elsiglo.mx