Cuando todos son enemigos, nadie es amigo. Así comenzó el fin del terror en la revolución francesa. ¿Concluirá igual el gobierno actual? En 1793 la Convención Nacional aprobó la Ley de sospechosos que comenzó el reino de terror. Diez meses después, en el 8 de termidor, Robespierre denunció la existencia de "enemigos, conspiradores y calumniadores" y anunció que comenzaría una nueva purga de sospechosos. Veinticuatro horas después, todos esos sospechosos se levantaron en su contra y lo guillotinaron en la plaza de la revolución, donde más de dos mil personas, incluido Luis XVI, habían sido ejecutadas. La denuncia sistemática de enemigos crea dinámicas que luego nadie puede parar.
Muchas veces es difícil determinar cuándo comienza un proceso en cadena. Los estudiosos de la guerra, comenzando por Clausewitz, tratan de encontrar momentos específicos en que una decisión desata una sucesión de circunstancias, muchas de ellas estocásticas, que concluyen en un conflicto bélico. Pocos ejemplos tan claros de ello como la primera guerra mundial, acontecer que nadie quería pero que nadie hizo nada por parar. El proceder de un presidente en su actividad cotidiana ciertamente no califica como algo de la magnitud de una guerra mundial, pero la mecánica del proceso es similar. En palabras coloquiales: ¿cuál es la gota que acaba derramando el vaso?
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