Digamos que esos dos pueblos, vecinos el uno del otro y por tanto enemigos irreconciliables, se llamaban Cuitlatzintli de Arriba y Cuitlatzintli de Abajo.
Digamos que el santo patrono de uno era San Perledo, y que la santa patrona del otro era Santa Micolina.
Continuamente los habitantes de los dos villorrios andaban a palos y pedradas por razón de sus respectivos santos. Cada uno decía que el suyo era más "milagriento" que el otro.
Los curas de ambos pueblos consultaron la cuestión con el obispo. Su Excelencia, después de considerar detenidamente el caso, les dio un sabio consejo: "Casen al santo con la santa -les dijo-. Unidos los dos en matrimonio se unirán los pueblos y el pleito acabará".
Los párrocos sometieron la propuesta a sus respectivos feligreses. A los devotos de San Perledo les gustó la idea: la santita estaba de buen ver, con su ropaje de terciopelo y seda. Seguramente al patrón le agradaría el casorio. Los seguidores de Santa Micolina, en cambio, recibieron de mala gana la sugerencia episcopal. San Perledo, vestido con ropas de percal y manta, se veía pobretón. Además estaba calvo y patizambo. No habría boda.
-Pero, hijos -se consternó el cura-, mañana van a traer en procesión a San Perledo a pedir la mano de la patrona.
-Que ni vengan -habló el representante de los feligreses-. Antes que ver a Santa Micolina casada con ese cabrón preferimos verla de p--- en un congal.
La piedad popular. ¿Habrá algún teólogo que pueda explicarla?
¡Hasta mañana!...