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TERLENKA

Anormal y desordenado

GUILLERMO FADANELLI

Recuerdo que en mi infancia, normal, ascética y monoteísta, mi madre exigía que pusiera yo orden en mi recámara. ¿Orden? ¿Qué significa eso más allá de colocar la almohada en la cabecera de la cama y levantar algunos artefactos del piso? No lo comprendía. Tiempo después concluí que el orden es una moral y que cuando no es un acuerdo, entonces es una imposición. Los planetas obedecen un orden arreados por la gravedad, sin embargo los humanos lo inventan, a veces amparados en el buen tino, otras para volvernos más desgraciados. Donde mi madre veía un desorden abominable, yo sólo encontraba normalidad habitable. No orinaba la cama; no escupía en el piso; no introducía cadáveres de ratas bajo la cama, hechos que podrían ser considerados anormales o, más bien, símbolos de un desorden moral, además de un obvio atentado a la buena convivencia.

Si mis padres hubieran sido militares me habrían hecho comprender a golpes o a través de severos castigos su enloquecida y moralista idea del orden. La fortuna quiso que ellos fueran buenas personas que trataban sólo de educar a sus hijos tal como ellos mismos habían sido educados. Así como la normalidad es una especie de cárcel cuyos muros los normales son incapaces de ver o palpar, así el orden puede llegar a ser una obsesión, una manía de demostración de poder, una invención maquiavélica y, también, una cárcel a la que otros, los ordenados, te condenan. Y si no obedeces las reglas de la moral imperante que te imponen los patriarcas, los correctos, los que quieren incluirte a toda costa en su mazmorra, sea esta léxica, legal, bárbara, algorítimica o analfabeta, entonces no habrá más remedio que aislarse moralmente, exiliarse, con el propósito de mantener brevemente alguna clase de libertad. Debido a que creo que la relación humana es capaz de albergar distintas clases de orden y normalidad, estoy cierto de que, con tal de no hacer de la vida algo aún más desagradable, es necesaria la conversación y el acuerdo, más que la milicia, la imposición violenta y el orden moral impuesto por los poderes sádicos. El cuerpo moral, tolerante, líquido, heterogéneo, en vez de la moral bruta y rígida, la homogeneidad y la intolerancia. El relativismo inteligente, el reconocimiento de la diferencia, la dispersión capaz de unirse a través de múltiples hilos conductores; todo ello es preferible a la veneración de la gran verdad, los juicios divinos, el amansamiento que paraliza y aniquila la reflexión. Ojalá que el desorden creativo no criminal y la anormalidad que cultiva y estimula la libertad se explayen en el mundo, es decir en el individuo que piensa. Lo dudo mucho.

La amante del populismo es un libro de "Marcos Aguinis" (P.R.H; 2022), cuyo género es ambiguo, pero que puede leerse como reportaje, novela, crónica o investigación histórica. Relata la imaginaria entrevista entre Margherita Sarfatti (intelectual, biógrafa y amante de Benito Mussolini) y el autor del libro. A tono con la llegada de la ultraderecha en Italia. Para quien carezca de noticias respecto a la travesía que realizó un Mussolini enloquecido y terriblemente entusiasta, desde el socialismo, el fascismo (que, por cierto, él inventa y lega al siglo veinte) y su toma de poder y dictadura apoyado por los militares, podrá aproximarse a una idea que es a un tiempo certera y espantosa: el nacionalismo, el fascismo, el socialismo burdo y la fuerza o poder de los militares unidos a un pueblo alucinado por el performance ideológico de quienes detentan el poder, se hermanan y su relación no posee más conclusión que la desgracia social y la dictadura. "Las masas no deben saber, sino creer", cuenta Margherita que tal era una firme convicción de Mussolini.

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