Mil novecientos ochenta y dos fue un parteaguas en la vida política nacional. Para una parte de la sociedad, la crisis financiera de aquel año constituyó una señal inequívoca de la inviabilidad y, de hecho, del colapso del modelo económico que se había seguido al menos desde 1970. Para otros, en ese periodo se lograron las tasas de crecimiento más altas de la historia y, de no haber sido por los excesos en el rubro financiero, el país habría podido seguir por esa senda de manera permanente. Esa discusión sigue siendo vigente porque yace en el corazón de la estrategia que anima al presidente López Obrador.
Para el presidente, los problemas que experimenta el país son producto de las reformas que se emprendieron a partir de 1982: desde su perspectiva, aquellas reformas partieron de un diagnóstico errado y, por lo tanto, crearon la realidad de desigualdad y corrupción que él convirtió en bandera para ganar la presidencia. Lo que para unos fueron intentos de solución, para otros son la causa de los problemas actuales.
Aquella disputa de diagnósticos ha sido la esencia de la política nacional por casi cuatro décadas y diversos candidatos presidenciales a lo largo del camino representaron sendas posturas en cada justa electoral. Un asunto crucial en esta confrontación de visiones es si la elección de 2018 fue producto de un cambio de percepción por parte de la mayoría del electorado respecto al camino que debe seguir el país. Otro no menos relevante es si la política seguida por el Gobierno actual nos acerca a una solución de la problemática nacional, comenzando por los males que el propio presidente denominó centrales, específicamente la corrupción, pobreza y desigualdad.
Desde luego, nadie sabe, bien a bien, qué es lo que motiva a cada votante en el momento de expresar su preferencia electoral. Sin embargo, la evidencia sugiere que hubo al menos tres factores que fueron definitivos en el resultado de la elección presidencial más reciente: la percepción de corrupción de la administración saliente; el hartazgo por la falta de resultados (sobre todo comparado con las expectativas) en términos de crecimiento, movilidad social y bienestar en general; y, finalmente, la manipulación de las condiciones de competencia en el periodo de campaña al perseguirse judicialmente a un candidato e impedirle desempeñarse a cabalidad a otro.
Un factor adicional que agrega otra dimensión al momento de aquella contienda es el de la naturaleza de las reformas que emprendió Peña Nieto. Hasta la llegada de ese presidente, ningún Gobierno se había atrevido a modificar de manera tan profunda y hasta radical los tres artículos sacrosantos de la Constitución política: Peña no solo trastocó los tres (3°, 27° y 123°), sino que lo hizo sin arropar cada una de esas reformas con apoyos políticos transversales para atenuar la oposición que existía (abierta o soterrada) ni construyó un andamiaje político y cultural que les diera sustento. Es decir, obvió a la política como factor clave de cualquier reforma tan ambiciosa y políticamente riesgosa. Así, los innumerables intereses afectados no fueron contemplados o apaciguados. Muchos de ellos no hicieron otra cosa más que, como dice un proverbio japonés, sentarse "junto al río el tiempo suficiente, para ver flotar el cuerpo de su enemigo".
Si a todo eso se le adiciona la enorme -y evidente- corrupción que acompañó a aquella administración en general, todo lo que hacía falta era un fusible que convirtiera al momento en oportunidad político-electoral. Y ese fusible lo proporcionó el hoy presidente López Obrador, quien se encontraba en el momento y circunstancia óptimos para aprovecharlo. No se requiere ir más lejos que observar la extraordinaria coalición que armó bajo los auspicios de Morena para ver a muchos de esos intereses ahí presentes y representados, viendo al enemigo flotar...
Cualquiera que sea la explicación integral de lo ocurrido en 2018, lo que no está en discusión es que el presidente López Obrador está convencido de la necesidad de regresar al pasado en que las cosas, desde su perspectiva, funcionaban bien. Todo su enfoque es hacia el desmantelamiento de lo reformado a partir de 1983, en aras de la recreación de los setenta, con la sola salvedad de cuidar las cuentas fiscales.
En la visión presidencial no hay un reconocimiento de lo mucho que ha cambiado el mundo desde los setenta o, especialmente, del extraordinario grado de complejidad que caracteriza a la economía mexicana en la actualidad. Tampoco hay un aprendizaje, más allá de lo fiscal, sobre la naturaleza de los problemas que el país enfrenta hoy en día, o de las características del mundo digital del siglo XXI.
Tampoco hay ni el menor intento por sumar a la población detrás de su proyecto. Su futuro no será distinto al de Peña, aunque las causas sean distintas.
Lord Acton, un político e historiador inglés del siglo XIX, escribió que el objetivo de una nación y su ciudadanía debe "ser gobernado no por el pasado, sino por el conocimiento del pasado: dos cosas muy diferentes". Para el presidente López Obrador no existe esa distinción: fuera del reconocimiento que él claramente ha hecho sobre los excesos financieros de los setenta, su objetivo es la recreación de aquel pasado tal como era. Mucha retórica pero demasiado poco aprendizaje.
ÁTICO
Peña Nieto creó condiciones que llevaron al colapso de su Gobierno; AMLO tiene una visión distinta, pero corre el mismo riesgo.