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La muerte del mundo indígena

JOSÉ LUIS HERRERA ARCE.-

Esta información la obtengo del libro: "La fiesta mexicana", compilado por Enrique Flores Cano y Bárbara Santana Rocha. El artículo es escrito por: Héctor L. Zarauz López.

Para los indígenas, eran cuatro los lugares donde podía dirigirse el alma de los muertos.

El primero, el Tlalocan o paraíso de la lluvia. Lugar regido por Tlaloc. "Hacia ese sitio se dirigían las almas de quienes morían por causas vinculadas a esa deidad, como las tormentas, las inundaciones, la caída de un rayo o el ahogamiento. Era un sitio de muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna; nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes y calabazas y ramitas de bledos, y ají verdes y jitomates y frijoles verdes en vaina y flores". La ceremonia de los predestinados al Tlalocan incluía el enterramiento de los cuerpos tal como si fueran semillas que después germinarían de la tierra.

El segundo era el Omeyocan: "regido por Huitzilopochtli, y dado que este era el dios de la guerra, estaba reservado para quienes morían en campaña, para los prisioneros sacrificados o para las mujeres que morían en el momento de dar a luz, pues la concepción era equiparada a una batalla… Las almas de los muertos pasaban una vida deliciosa; que diariamente al salir el sol festejaban su nacimiento y le acompañaban con himnos, baile y música de instrumentos desde el oriente hacia el zenit; que allí salían a recibirle las mujeres y con los mismos regocijos los conducían al occidente".

Las almas de los guerreros, después de pasados cuatro años en el Omeyocan, se transmutaban en pajarillos de plumajes de colores o en mariposas que conservaban el alma de los guerreros.

Lo mismo sucedía con los sacrificados al sol y las mujeres que morían en el parto.

El tercero era el Mictlán. Este era un sitio dominado por el dios Mictlantecuhtli y la diosa Mictecacíhuatl. Se encontraba situado bajo la tierra, era oscuro y sin ventanas; de ahí las almas nunca salían; era un inframundo que parecía ser muy opresivo, por lo que fue interpretado por Sahagún como una analogía del infierno. El Mictlán no era un lugar de castigo por un mal comportamiento en vida, tal como se consideraba en la concepción cristiana. Era simplemente el lugar de los muertos.

Hasta ahí llegaban las almas de quienes fallecían por causas naturales, sin que importara su origen social, fueran señores o macehuales. Sin embargo, las almas debían transitar por varios niveles durante cuatro años, antes de reposar en este sitio. A manera de prueba, las almas cruzaban un río, pasaban por montañas, lugares de fuertes ventiscas, por donde había banderas, montes de obsidiana, fieras que devoraban los corazones de las personas y caminos llenos de piedras.

En este periplo oscuro y peligroso, el alma era acompañada por un perro de color bermejo. Por ello, los cuerpos eran enterrado por este tipo de canes y con una ofrenda que debían entregar a Mictlantecuhtli consistente en manojo de teas, cañas perfumadas, algodón, hilos teñidos y mantas.

El cuarto lugar era el Chichihuacuauhco, lugar destinado a las almas quienes morían siendo niños. Ahí había un árbol grande y frondoso que alimentaba con leche a estas almas. Éste era un sitio muy importante, puesto que estos infantes estaban destinados a repoblar la tierra cuando esta fuera arrasada." (Pag. 116 y ss)

Sobre el altar de muertos, el autor nos informa:

"Usualmente se monta en una mesa sobre la que se coloca un mantel blanco sobre el cual se disponen los distintos componentes de la ofrenda. Sin embargo, hay variaciones:

En varias regiones, el altar se pone en el suelo. En algunas comunidades de Morelos, como en Coatetelco, se hace con varas de acahual y pende del techo de las casas. En el istmo de Tehuantepec, consta de nueve niveles hechos a base de cajones que permiten el ascenso y el descenso del inframundo".

"(…) En general, la ofrenda consiste en ofrecer alimentos, bebida flores y luz a los dioses y los muertos para que estos estén contentos en el momento en que sus almas retornan a la tierra con sus parientes".

Los españoles acostumbraban a colocar en las tumbas flores y alimentos, entre ellos, algunos panes que se hacían para la ocasión. De suerte que, en la actual ofrenda a los muertos, en panteones y altares, se observa con claridad esa fusión de costumbres funerarias.

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