El problema de jugar con fuego es que se puede uno quemar. Sin embargo, esa parece ser la actitud del Gobierno. Avanza el sexenio en un entorno mundial sobre el que el presidente no tiene control alguno, pero donde se cocinan procesos que pueden igual ser propicios para el desarrollo de México que devastadores. Esas "otras" variables son críticas pero no están en el radar gubernamental.
Dos factores externos son especialmente relevantes para México porque de ellos depende la estabilidad económica y, por lo tanto, la solidez o debilidad del entramado social. Uno es el de las exportaciones, el principal motor de la economía, que dependen de la vitalidad y dinamismo de nuestros vecinos estadounidenses. El otro es la política monetaria de aquel país, de cuyas decisiones se deriva la estabilidad de la paridad peso-dólar. Nadie en su sano juicio puede desdeñar estos elementos y, sin embargo, eso es precisamente lo que ha venido haciendo el Gobierno mexicano.
Por lo que toca a las exportaciones, donde predomina el sector automotriz, el Gobierno impulsa una política energética que se enfila directamente contra las tendencias que experimenta ese sector. Comencemos por lo obvio: se estima que en 2025 el 20 % de todos los automóviles que se venderán en el mundo será eléctrico, porcentaje que se elevará a 40 % para 2030 y a 100 % para 2040. Es decir, el principal motor de nuestra economía -la exportación de automóviles y autopartes- experimenta una transformación radical, pero México no es parte de ella. Los fabricantes de esos vehículos no están invirtiendo en la producción de vehículos eléctricos en México por la incertidumbre que provoca la iniciativa de reforma eléctrica.
La iniciativa tiene objetivos políticos muy claros, pero su racionalidad económica es un tanto absurda, por no decir perversa. Más allá del propósito de centralizar y controlar, la reforma propuesta tendría dos consecuencias evidentes: primero, elevaría el costo del fluido eléctrico porque los costos de producción de la CFE son mayores que los de los productores que la iniciativa pretende remover. La otra consecuencia sería que disminuiría (o desaparecería) la generación de electricidad por medios no tradicionales (solar, eólica, etcétera), cuya producción se ha convertido en un imperativo para muchas empresas. En una palabra, la reforma eléctrica que se ha propuesto acabaría con la gallina que pone los huevos de oro y que es el principal motor unitario de nuestra economía. Nadie en pleno uso de sus facultades actuaría de semejante manera a menos que lo anime un dogma suicida.
El asunto de la política cambiaria es más sutil e indirecto pero, en contraste con el ejemplo anterior, sobre este el Gobierno mexicano no tiene influencia alguna. Pero la falta de influencia viene acompañada de un desmedido impacto que las decisiones del banco central estadounidense, la Federal Reserve, tiene sobre la estabilidad del peso mexicano. Cuando las tasas de interés en dólares son bajas, como ha sido el caso de la última década, el peso vive de los flujos de inversión del exterior que aprovechan el diferencial entre la tasa en dólares y la tasa en pesos. Sin embargo, de subir la tasa de interés en dólares, el atractivo de invertir en pesos disminuye porque los inversionistas no ven necesidad de correr riesgos cuando el dólar arroja rendimientos atractivos. Hoy en día nos encontramos ante el umbral de esa tesitura.
La economía estadounidense experimenta una situación inusual: un acelerado crecimiento de los precios. En circunstancias normales, el banco central de aquel país estaría elevando las tasas de interés para "enfriar" la economía sin provocar una recesión. Aunque el presidente de la Fed ha hablado en ese sentido, el debate político ha ido en otra dirección, animado esencialmente por un choque de percepciones: algunos estiman que se trata de un fenómeno transitorio, producto de la disrupción provocada por la pandemia sobre la producción y las cadenas de suministro, en tanto que otros lo observan como un fenómeno estructural que debe ser atacado de raíz para evitar un estancamiento posterior, como el que ocurrió en la década de los setenta. Para los primeros lo conducente sería introducir controles de precios; para los segundos la respuesta debiera ser de carácter monetario (tasas de interés). Lo que haga el banco central repercutirá directamente sobre la estabilidad cambiaria mexicana.
El punto de fondo es que nos encontramos en un momento particularmente delicado, ante potenciales turbulencias por parte de variables que podrían impactar la estabilidad del país justamente en el momento en que atiza el proceso de sucesión presidencial. Las empresas automotrices actuarán según la manera en que les pudiera impactar la potencial reforma eléctrica, en tanto que la Federal Reserve hará lo propio en su ámbito de autoridad. Ninguno de los dos contemplará el impacto que sus decisiones tengan sobre México.
Lo que es seguro es que, en su afán dogmático por alterar el régimen existente en materia eléctrica, el Gobierno mexicano está jugando con fuego por no querer entender las enormes consecuencias destructivas que eso entrañaría para la economía mexicana y para la estabilidad del país.