ÁTICO
Es comprensible que los tecnócratas resulten odiosos para una buena parte de la población. Normalmente provienen de un origen social privilegiado y tienen la pulsión de imponer decisiones técnicamente correctas, aunque impopulares.
El presidente francés, Emmanuel Macron, ejemplifica esta arrogancia. Es necesario elevar la edad de jubilación, pues de otro modo no habrá dinero en el futuro para pagarlas, pero en una democracia es necesario escuchar y convencer a la gente. Macron no logró la mayoría de los votos en la Asamblea Nacional, por lo que recurrió al autoritario artículo 49.3 de la Constitución francesa para legislar por decreto presidencial. Ahí están los franceses en las calles arrinconando a su presidente.
Ojalá los tecnócratas tuvieran el monopolio de la arrogancia. Por lo menos suelen estar preocupados por el futuro de sus países. Macron no ganaba políticamente por subir la edad de las jubilaciones, al contrario, como se ha visto. Está pensando en heredar finanzas públicas más sanas.
Hay una arrogancia peor: la del sabio líder que impone sus caprichos sin que importe su solvencia técnica. En una lógica política impecable, AMLO redujo la edad para la pensión universal, de 68 años al arranque del sexenio, a 65 desde 2021 y ha incrementado su monto de mil 275 pesos mensuales en 2019 a 2 mil 400 pesos mensuales actualmente. La presión fiscal de su generosa pensión será un grave problema para quien lo suceda.
Las tres obras insignia de nuestro Presidente se hicieron sin estudios de factibilidad, de impacto ambiental y de rentabilidad social. Ahí está el aeropuerto de Santa Lucía, terminado, pero vacío. Lo de menos es si logra atraer un poco más de pasajeros. Lo que no se hizo fue un gran aeropuerto en Texcoco, el único lugar para hacerlo, según todos los estudios, si el objetivo era ampliar la oferta de vuelos en el Valle de México.
AMLO sabe que esas obras generan expectativas. En el imaginario social, en Cancún muchos creen que el tren hará 50 minutos a Mérida. AMLO sabe que es más fácil poner la atención en unas cuantas obras que, por ejemplo, en mejorar la infraestructura carretera de todo el país, tarea ardua y poco lucidora.
Gobernar desde la intuición y el prejuicio destruye no solo instituciones, sino también capacidad productiva. Un ejemplo: el ecosistema privado para exploración y desarrollo de campos petroleros que se construyó tras la reforma energética del 2014, de haberse impulsado con nuevas licitaciones, estaría produciendo más crudo. Esa producción no hubiera desplazado la de Pemex, se hubiera sumado a ella. Con los actuales precios del crudo, le hubiera dejado mucho dinero al gobierno. Los contratos privados le suelen dejar al gobierno una mayor proporción de lo producido que los campos explotados por Pemex.
Quienes no tuvieron éxito exploratorio, ante el acoso regulatorio y la cancelación de futuras licitaciones, están haciendo las maletas para irse a otros países. Contrariamente a los arrebatos del nacionalismo petrolero, el crudo que se deje de extraer por falta de empresas capaces de hacerlo nos hará más pobres a todos.
Los países cuyas economías han crecido de forma sostenida o tienen gobiernos autoritarios con altas competencias técnicas (Singapur y China son buenos ejemplos), o son democracias con Estados competentes con amplio apoyo social, capaces de planear a largo plazo. La Francia del pasado, con su tren de alta velocidad, es un ejemplo de ello.
La arrogancia del poder es casi inevitable. Es difícil no terminar creyéndose infalible por haber estudiado en el extranjero, por haber tenido éxito en algunos objetivos al inicio de un mandato o por haber sido electo en algún momento por una amplia mayoría. Por lo menos en un régimen democrático, cuando el gran líder se equivoca, existe la opción de cambiarlo en la siguiente elección.
