Es paradójico, el presidente Andrés Manuel López Obrador se enfila al final de su sexenio entregando resultados buenos en campos distintos a los previsibles y no en aquellos donde parecía tener oficio y dominio.
Así, en el ámbito laboral, sindical y salarial como parcialmente en el fiscal, social y económico, tiene logros, a las cuales se pueden agregar algunas de las obras emprendidas. Sin embargo, el fracaso comienza a perfilarse en áreas donde se esperaba una acción de gobierno mucho más clara, osada, inteligente y humana, como son las relativas a la seguridad pública, la política-política y la diplomacia.
Lo delicado de la actitud presidencial ante las materias donde no supo, pudo o quiso transformar la realidad es que pierde de vista dos cuestiones. La primera, el Ejecutivo generó elevadas expectativas durante la campaña y, próximo a concluir su mandato, la esperanza se diluye. Decepciona a quienes vieron en él la posibilidad de avanzar en dirección de la paz con justicia, la consolidación de la democracia y la revitalización de la política exterior comprometida con las mejores causas. La segunda, el discurso de la justificación achacando a los conservadores la imposibilidad de ir más lejos o declarándose víctima de la mafia en el poder ya dio de sí.
El búmeran de la esperanza lanzado por el presidente López Obrador viene de vuelta sin el obsequio de la satisfacción.
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Pese a su instinto político, el mandatario perdió la brújula en materia de seguridad pública.
Quizá, algún día se conozca el informe que recibió en su calidad de presidente electo y que supuestamente le hizo reconsiderar esa política, pero a partir de entonces vinieron los errores. Rehabilitó la secretaría de Seguridad para, luego, hacer de ella un cascarón, retirándole el brazo operativo como lo era la Guardia Nacional. Brazo que, ahora por resolución de la Corte, el primer día del año entrante deberá reintegrarse a esa dependencia. Una sentencia sin reflejo en el proyecto de presupuesto donde no aparece la partida correspondiente para que la secretaría de Seguridad reasuma la nómina y los gastos de ese cuerpo. ¿Se va a burlar la resolución judicial?
En vez de civilizar, se oficializó la militarización de la seguridad pública, pero con tal de no cargar con la culpa de los abusos que pudieran cometerse por parte de la autoridad, se hizo de la inacción la garantía del respeto a los derechos humanos de los criminales, descuidando a las víctimas y dejando asentarse al crimen en regiones que hoy son territorios ocupados. Por lo demás, no se distinguió entre delincuencia social y delincuencia organizada, aplicando una estrategia igual para dos fenómenos distintos, sin advertir que el efecto de atender de raíz las causas que la provocan sería a largo plazo y con un carácter limitado.
Si el lema "abrazos, no balazos" resultaba llamativo, al final se convirtió en la expresión de una política errática que, en su titubeo, parece decantarse a favor de los victimarios y no de las víctimas. Percepción fortalecida por el desdén, aún hoy incomprensible, hacia las víctimas o los familiares de ellas, acusándolos de hacer politiquería y negándoles el derecho de audiencia so pretexto de cuidar la investidura presidencial. La promesa de que, al tercer año de gobierno, se notaría una mejora en la seguridad rodó por los suelos, sin reconocer que en la idea de encontrar la paz con justicia se cifraba un anhelo nacional.
Se fue más allá. Al reconocer en el Ejército y la Marina una fuerza de tarea disciplinada que, a diferencia de la burocracia, podría impulsar proyectos y actividades de su interés, el mandatario se entrampó. Cuanto más empoderó a los militares en tareas ajenas a su vocación, más redujo su propio poder. Si la probable sucesora resuelve desmilitarizar la seguridad y la administración pública, el desafío será no sólo regresar a soldados y marinos a los cuarteles, sino también desalojarlos de las oficinas.
Los indicios del fracaso en la seguridad no son pocos. El desencuentro con los familiares de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala es el más reciente. La pretensión de modificar la metodología para registrar a los desaparecidos no para encontrarlos, sino para reducir la estadística, es otro. La persecución de migrantes, una más. Y, desde luego, la conversión del país en una fosa o el vertedero de cuerpos y restos humanos.
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En el campo de la política-política, el mandatario no se planteó en serio transformar el régimen político-electoral.
Cuando se intentó hacer algo respecto ya era tarde y, de esa intención, se pasó a un remedo de reforma electoral interesada en acomodar las piezas del tablero conforme al interés de su movimiento, pero no en favor de la consolidación de la democracia. No hubo grandeza, sino pequeñez en la visión.
Confundir una elección con una revolución y, por lo mismo, sentirse dueño la verdad, quizá, lo hizo abdicar de la política y, al hacerlo, probablemente limitó la posibilidad de realizar cambios de fondo a partir de la negociación y el acuerdo. Hoy, en ese campo, la expectativa está hecha un cisco. El régimen de ayer es el de hoy, pero exacerbado.
Por extensión o nostalgia, esa idea la llevó al exterior, intensificando las relaciones con países donde tiempo atrás hubo una revolución y ahora prevalecen gobiernos autoritarios o dictatoriales. No reivindicó la política exterior, puso en duda lo mejor de ella. Falta espacio para abordar este capítulo a plenitud, ya habrá oportunidad de hacerlo.
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Viene el búmeran de vuelta sin la promesa cumplida. Es el problema de generar expectativas sin armar la estructura para concretarlas.
En breve
…y la presunta ministra sigue ahí. ¿No incomoda a quienes trata como sus compañeros?
Al inicio, el Ejecutivo lanzó un búmeran con elevadas expectativas; ahora, viene de vuelta sin haberlas satisfecho. Trae resultados, pero no aquellos que se daban por seguro.