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Caos y complejidad

JORGE VOLPI

Después de unos meses de dedicarse a la producción de vino en su finca familiar, Doron Kavillio se reintegra a las Fuerzas de Defensa israelíes para perseguir a uno de los terroristas más peligrosos de Hamás, Abu Ahmad, a quien creía haber aniquilado en un enfrentamiento anterior. En su primer intento por atraparlo, el equipo de Doron -una suerte de Misión Imposible en Medio Oriente- irrumpe en la boda del hermano de Abu Ahmad, quien es asesinado en el asalto. A partir de aquí, la serie hace honor a su nombre: Fauda significa caos en árabe, y eso es lo único que contemplaremos a partir de ahora, el feroz enfrentamiento entre esas dos comunidades que a la distancia lucen tan parecidas, con lenguas y costumbres similares. En su ansia por capturar al líder terrorista, Doron se finge uno y al cabo terminará por encarnarlo: igual que su enemigo, no evitará volar en pedazos a un anciano, como aquel lo hace con su cuñado, en una ley del Talión secular e irremediable.

Si bien Fauda intenta exhibir la monstruosidad de ambos bandos, se queda corta a la hora de revelar el contexto y, lo que es más evidente, parece haber sido diseñada para que la empatía recaiga por fuerza del lado israelí: Doron podrá cometer actos de salvajismo, pero es un hombre atormentado por sus propias contradicciones que no por ello se vuelve nunca un salvaje, como Abu Ahmad. La ficción nunca es inocente, pero aquí nos hallamos ante el intento de usar la típica narrativa hollywoodense de amenazas terroristas y persecuciones para enmascarar una base ideológica: la justificación de cualquier atrocidad en aras de una venganza que se asume legítima.

Fauda adelanta mucho de lo que ocurre en estos días entre Palestina e Israel: el temor a ese gran atentado cometido por Hamás contra los civiles se flotaba, desde entonces, allí. Pero, por visionaria que sea la ficción, no conjura la realidad: el derecho israelí a defenderse, invocado por todos los líderes de Occidente, es el mismo que éste ha reclamado para sí desde el 11-S y que se encontraba plasmado ya en 24, aquella otra febril serie de televisión cuya premisa central siempre fue defender la idea de que el fin -es decir, el fin del terrorismo- justifica cualquier medio.

Vayamos, mejor, a otra parte. Tras pasar varios años sometido a un tratamiento brutal en una prisión israelí por colocar unas granadas en un jeep militar, Bassam Aramin se convence de que el único camino para conseguir la paz entre Israel y Palestina es a través del diálogo, como el que ha conseguido mantener con uno de sus captores. Para ello, se integra a distintas organizaciones, como El Círculo de Padres o Combatientes por la paz, que integra a antiguos luchadores de ambos bandos que ahora buscan un camino de negociación en busca del fin de la ocupación y el establecimiento de los dos Estados. Allí conoce a Rami Elhanan, un diseñador israelí cuya hija, Smadar, fue asesinada en un atentado suicida en 1997. Pese a todo lo que los separa, ambos se vuelven amigos. En 2007, Abir, la hija de Aramin, es asesinada por una bala de goma del Ejército israelí mientras jugaba cerca de su casa. La doble tragedia provoca justo el reverso de lo que atestiguamos en Fauda: desde entonces uno y otro no persiguen la venganza, sino nuevos y cada vez más ambiciosos caminos de diálogo.

Todo esto se cuenta en Apeirógono (2020), la novela del irlandés Colum McCann, cuyo título hace referencia a un objeto geométrico con un infinito número de lados: los matices y las perspectivas de millones de personas sumergidas en un conflicto que las rebasa. Sus historias invitan a jamás justificar la opresión y la violencia, sin importar de dónde vengan, y a observar al enemigo como un amigo posible. Mientras Israel apresta la invasión terrestre de Gaza, provocada por los brutales atentados de Hamás, luego de bombardearla y asediarla de manera indiscriminada, las historias de Elhanan y Aramin se vuelven más relevantes que nunca: solo si más israelíes y palestinos se tornan como ellos habrá, algún día, esperanzas de paz.

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