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De política y cosas peores

ARMANDO CAMORRA

¿Qué vio don Cucoldo al entrar en la alcoba conyugal tras regresar con anticipación de un viaje? No quisiera yo decirlo, pero el deber que impone la verdad me obliga a consignarlo: vio a su esposa haciendo el amor con un fulano en la tradicional y ortodoxa posición del misionero. Antes de que el mitrado marido pudiera articular palabra le dijo su mujer: "Sé que vas a pensar que estamos haciendo algo malo, Cucú, pero te aseguro que no es lo que parece". Soy hispanista de hueso colorado. Más aún: de hueso rojo y gualda.

En eso me parezco -sólo en eso, no en el talento ni en la elevación de miras- a mis insignes paisanos saltillenses Artemio de Valle Arizpe y Carlos Pereyra, escritores de galana pluma salidos del Ateneo Fuente, semillero que ha sido de mujeres y hombres de excepción. Amo profundamente a España, y la llamo Madre Patria con devoción filial. Desde luego me enorgullece mi estirpe mexicana, y valoro por igual el legado de nuestros antepasados aborígenes, sobre todo el de los tlaxcaltecas, que tantos y tan preciosos dones dejaron en mi solar nativo.

La mitad de mi sangre, sin embargo, es española. Hablo y escribo en español, y mi espíritu se nutrió principalmente en la literatura de España, tan realista que fue capaz de crear una realidad más real que la misma realidad. Niéguelo quien lo niegue, la mayoría de los pueblos de América Latina son hijos de España. Por eso me apenó la necia carta que López Obrador envió al rey Felipe, risible documento en el cual demandaba, con insolencia nacida de ignorancia, que España pidiera perdón por los agravios de la Conquista y de la mal llamada Colonia.

Por eso me duelen en el alma los separatismos que tienden a dividir a una España que sus hijos en el nuevo continente queremos unida, con respeto a las diferencias de las distintas autonomías que la integran, pero una sola, única e indivisible. Acá deseamos que los vascos sean vascos, pero españoles; que los catalanes sean catalanes, pero españoles: que los gallegos, los valencianos, todas las comunidades que poseen lengua, historia y tradiciones propias las conserven, pero sin renegar de su común pertenencia a una nación que es grande porque es una.

Ahora el problema causado por una ley de amnistía viene a alentar ideas separatistas contrarias al bien de España. Por eso es procedente el mensaje firmado por una centena de intelectuales en la cual expresan su preocupación por los efectos que puede tener un pacto hecho a espaldas de los ciudadanos por el nuevo Gobierno y las fuerzas políticas independentistas de España. Los firmantes de esa misiva la terminan con una reflexión: ". Al igual que millones de españoles, deseamos caminar por una senda de paz, libertad y estabilidad social y política.". Esa estabilidad, esa libertad que iguala sobre todas las diferencias, y esa paz, pienso yo desde mi rincón en América, sólo podrá conseguirlas una España firmemente arraigada en su historia y en los valores y principios que la han dado esa unidad de la cual derivan su fortaleza y su prestigio en el mundo.

Permitan mis cuatro lectores que por mi parte lance un grito con claro acento mexicano: "¡Viva la España eterna, una, unida, única!". Verdugo. Muy rara vez uso esa palabra; primero porque es de poco empleo, y luego por miedo a una errata. En este breve cuento, sin embargo, tan riesgoso vocablo es indispensable. El verdugo estaba hablando por teléfono con su mamá. Le dijo de repente: "Y ahora perdóname, madre. Tengo que colgar". Las amigas de Susiflor le preguntaron acerca de su novio: "¿Ya pidió tu mano?". Respondió ella, mohína: "Eso es lo único que el cabrón no me ha pedido".

FIN.

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