ÁTICO
Justo cuando los gobiernos buscan consolidar lo hecho para una sucesión tranquila, AMLO dobla las apuestas y abre nuevos frentes.
Todo iba bien, hasta que comenzaron las locuras. El afán transformador se había limitado a eliminar obstáculos que no gozaban de mayor reconocimiento popular y a ampliar las transferencias en efectivo a las clientelas favoritas. Ambos pasos respondían a una lógica impecable: si no goza de legitimidad se puede eliminar a un costo mínimo y los fondos derivados de ese actuar permiten ampliar y consolidar las fuentes de apoyo. Y, efectivamente, las encuestas muestran que el costo político de eliminar entidades, instituciones y fondos, incluso para cosas tan fundamentales como el sector salud, ha sido mínimo. Quizá eso llevó a considerar que todo es posible y que el único límite es la imaginación.
De hecho, hay muchas cosas que requerían (y requieren) ser modificadas y que eso no había sido posible en buena medida por la capacidad de obstaculizar el actuar gubernamental por parte de diversos grupos de interés: sindicatos, empresarios, políticos. Nadie puede tener la menor duda que hay inmensos rubros de dispendio en el gasto público; que la inercia burocrática inevitablemente conlleva a demandar mayores recursos en lugar de elevar la productividad y mejorar los resultados; y que hay diversos renglones en el presupuesto público que tienen el efecto opuesto al concebido en su origen. La forma en que se conducen los líderes de los partidos de oposición dados los recursos federales que reciben por ley es un buen ejemplo de esto, pero ese es otro asunto.
Sin compromisos previos, el presidente López Obrador tenía todo en sus manos para llevar a cabo esa transformación que prometió pero que luego se redujo a no más que a concentrar el poder y a destruir fuentes de potencial contrapeso a la presidencia. Muchos de los grandes impedimentos al crecimiento económico y al desarrollo del país podían haber sido eliminados, abriendo ingentes oportunidades para el futuro. Eso no ocurrió. Y ahora el panorama se ensombrece por medidas que permiten anticipar escenarios cada vez más complejos y conflictivos para el proceso de sucesión en ciernes.
Las últimas semanas han sido testigo de la disposición a tentar el destino, incluso sin reconocerlo. Los ataques a la Suprema Corte de Justicia y especialmente a la ministra presidenta no cesan y ahora se acompañan de decretos que entrañan, al menos en términos políticos, un claro espíritu de desacato. Nunca antes había ocurrido algo así. Acto seguido una expropiación, en este caso del ferrocarril transístmico. Estos dos ejemplos constituyen una enorme escalada respecto al ya de por sí agrio y agresivo tono de las mañaneras cotidianas. Y todavía faltan quince meses.
Pasado el colapso de la Unión Soviética y de los gobiernos comunistas de sus satélites, el jefe del partido de Hungría, Károly Grósz, acuñó una frase lapidaria que comienza a parecer una predicción de lo que viene en México: "El partido no fue destrozado por sus opositores sino, paradójicamente, por su liderazgo". Justo en el momento del ciclo político en que los presidentes mexicanos tradicionalmente intentaban consolidar lo logrado y prepararse para el tramo final, confiando en poder evitar los altercados y potenciales crisis que acompañaron a muchas de las transiciones presidenciales, el presidente López Obrador eleva el tono y emprende una nueva embestida en cada vez más frentes.
El objetivo es claro: ganar las elecciones presidenciales a cualquier costo. La pregunta obligada es obvia: si las cosas van tan bien, ¿por qué tanto circo? O, en términos llanos, ¿para qué correr el riesgo de desatar fuerzas que luego pudieran resultar incontenibles a estas alturas del partido, abriendo más frentes cada minuto?
Especulando, hay dos posibilidades: una es que no hay tal certeza de triunfo, lo que exigiría doblar apuestas. La otra es que la facilidad con que el presidente ha logrado avanzar su agenda a lo largo de estos cinco años llevó a considerar que cualquier cosa es factible a un costo menor. Los japoneses pensaron algo así en la Segunda Guerra Mundial y acabaron haciéndose harakiri.
El problema no radica meramente en el desquiciamiento de los límites tradicionales de la política mexicana (que, dicho sea de paso, no tienen por qué ser inamovibles), sino en la agresividad de la estrategia justo en el momento en que las vulnerabilidades inexorables de todos los sexenios comienzan a ascender y, con éstas, los riesgos de acabar mal. El instinto suicida anda desatado.
Ortega y Gasset decía que "Este es el peligro más grave que amenaza hoy la civilización: la intervención del Estado; la absorción de todo esfuerzo social espontáneo por parte del Estado, es decir, de la acción histórica espontánea, que a largo plazo sostiene, nutre e impulsa los destinos humanos". El camino emprendido en los últimos días no sólo nos aleja de la civilización para acercar al país a la tiranía, sino que conduce a situaciones potencialmente críticas, justo lo opuesto a lo que ha motivado al presidente desde el primer día de su mandato.
De no alterar el curso, el país se podría encontrar, en el menor de los casos, ante una crisis constitucional que bien podría exacerbarse de no salir la elección como el presidente desea. Tiempos de pronóstico reservado.