Humberto Zurita, hijo del teatro lagunero
Un hombre vestido de mujer se hunde en el sofá a mitad del escenario. La sala del Teatro Isauro Martínez se oscurece, pero la luz cenital logra iluminarle. Es el fin del primer acto de Papito querido, comedia escrita por el dramaturgo Rodolfo Rodríguez y adaptada por Humberto Zurita (Torreón, 1959), quien en silencio decide quitarse la peluca rubia. Está solo frente al público, enmarcado por los frescos que el pintor valenciano Salvador Tarazona terminó en 1930. Mirada en alto apunta sus manos al techo, dibuja un semicírculo invisible que indica el cierre del telón. La imagen muestra las tripas del oficio actoral: Luis, el padre de familia que busca ayudar a su hija, deja atrás a un personaje que no vuelve a aparecer.
La primera vez que acudió al teatro fue en 1971. Un amigo lo invitó a ver una función de Tommy Rock Opera en el auditorio de la Escuela de Comercio y Administración. Entonces era un vendedor de muebles a quien no le interesaba actuar. El teórico Jerzy Grotowski dice en Hacia un teatro pobre (1968) que lo medular del teatro radica en el encuentro, y que éste surge de una fascinación. Aquella noche Humberto también se hundió en una de las butacas, fijó su vista hacia el escenario, vio la entrega de los actores, escuchó las canciones de The Who que musicalizaban la historia de un chico que pierde sus sentidos y sintió inmensos deseos de representar la condición humana. Konstantine Stanislavski además experimentó esa necesidad en 1891, tras ver a la actriz Eleonora Duse en La dama de las camelias, en San Petersburgo. Es algo que Aristóteles llamó “catarsis” en su Poética.
Humberto aceptó entonces protagonizar Jesucristo Superestrella en la preparatoria. El maestro Rogelio Luévano lo reclutó más tarde para dirigirlo en proyectos como Hipótesis. Esa obra fue escrita por la maestra Magda Briones y montada en el Teatro Mayrán, actual Teatro Garibay. Era 1975. Había terminado una función y se encontraba en los camerinos de ese foro. Allí recibió la visita de la actriz María Rojo y su esposo Marco Antonio Montero. “¿Qué haces aquí? Tú eres actor”. Ambos reconocieron sus dotes como atleta del libreto y lo invitaron a la capital del país. Grotowski escribió que el teatro es también un encuentro entre gente creativa.
En Ciudad de México se inscribió en el Centro Universitario de Teatro (CUT) y se alojó en el departamento que el compositor torreonense Antonio Russek tenía en la colonia Condesa. Humberto mataba el tiempo recolectando muebles en la calle y libros sobre teoría teatral. En ese departamento construyó una terraza e instaló un sillón donde solía arellanarse por las noches para leer a los teóricos: Stanislavski, Grotowski, Bretch, Barba, todos le susurraban ideas bajo las estrellas.
“¿La vida es como el teatro o el teatro es como la vida?”, Humberto se interroga al hacer montaje de los viejos tiempos. Su anécdota recuerda lo que Stanislavski narra en Un actor se prepara (1936): tras acudir a una clase del maestro Tortzov en Moscú, el teórico se dirigió a casa, acudió a su librero, tomó un ejemplar de Otelo —la tragedia escrita por Shakespeare en 1604—, se hundió en su sofá y tras leer las dos primeras páginas le invadió una inquietud desmedida por representar el texto. Zurita refiere que ese es el poder de la lectura.
El actor realiza una gira de medios. Ha regresado a Torreón para volver a presentar Papito Querido en el Teatro Isauro Martínez. Por eso cruza las instalaciones de un periódico centenario. Entra a una sala, habla a la grabadora. Su trayectoria es un acto escrito en más de cuarenta años donde confluyen todos los géneros. Indica que si bien la televisión lo lanzó a la fama y el cine le presentó retos actorales, él se considera un producto del teatro. Cada uno de sus maestros fallecidos lo acompaña cuando sale a escena. Actuar le permite interpretar personajes que tal vez sólo existen en los sueños. “We are such stuff as dreams are made on”, apunta Shakespeare en La tempestad. Por eso Humberto Zurita se siente privilegiado de vivir vidas alternas.
Tu primera obra teatral fue Jesucristo Superestrella, montaje que realizaste en la preparatoria, ¿es verdad que en ese momento no sabías que querías ser actor?
Ni me interesaba ser actor. Yo hice teatro porque un amigo de la preparatoria me invita a hacer Jesucristo Superestrella. La hago, funciona muy bien, le gusta mucho mi trabajo a la gente. Al siguiente año mi amigo ya se iba de la prepa. Yo me quedo todavía porque estaba un año abajo y el director de la escuela me dice: “¿Y tú por qué no continúas el teatro?”. Bueno, pues va. Y sin tener conocimiento alguno, dirijo una obra que se llama Los fantoches, de Carlos Solórzano. Me voy a competir al Injuve, a México, y gano el primer lugar. Esa obra la ve Rogelio Luévano y me invita a participar en su grupo de teatro, experimental también, pero ya más conformado, en la ECA (Escuela de Comercio y Administración). Con él primero hago Cazadores, de Paco Ignacio Taibo. Ahí me ve Magda Briones de Acosta, la directora de la Casa de la Cultura. Ella era bailarina y estaba escribiendo algo para bailarines. Me ve a mí, ve mi biomecánica, cómo manejaba mi expresión corporal —en ese entonces yo hacía taekwondo, manejaba bien mi cuerpo— y me invita. Me dice: “Mira, esto es para bailarines, pero quiero que seas el protagonista”. Y hago Hipótesis. Esa obra me lleva finalmente a México, porque en esa obra me ve Marco Antonio Montero (director de Bellas Artes) y María Rojo. Van a mi camerino y me dicen: “¿Qué haces aquí? Tú eres actor”. ¡Y no, yo era mueblero! ¡Vendía muebles! Les digo: “Es que esto yo lo hago así como….”. “No, cuando vayas a México, visítanos, por favor”. El día que fui a México por otras razones —porque iba a comprar muebles realmente—, Marco Antonio Montero me recibe en su oficina de Bellas Artes, descuelga el teléfono ahí mismo y me da trabajo para el día siguiente con Antulio Jiménez Pons, en una cosa que se llamaba Canasta de cuentos mexicanos, donde es hoy el Canal 13, que antes era del gobierno. Voy ahí, llego tarde, veo la televisión y no me interesa. Regreso con Marco Antonio Montero y le digo: “No me interesa eso. Afortunadamente llegué tarde y no pude hacer el personaje”. “¡No!, pero ¿cómo? ¡Vas a la televisión! ¡Todo mundo quiere hacer televisión!”. Y le digo: “No, no me interesa la televisión”. Entonces, Marco Antonio Montero me pone cinco escuelas de teatro sobre la mesa y escojo el CUT, el Centro Universitario de Teatro, porque sabía que Héctor Mendoza era el mejor maestro de teatro que existía en ese momento. Ahí inició mi carrera. Ya amaba el teatro, porque desde que lo conocí me enamoré de él, pero nunca pensé en ser un actor profesional, ¡y menos de televisión! Hice siete años seguidos de teatro universitario. Durante siete años no me acerqué al cine ni a la televisión. Me lo ofrecían, pero yo no quería por estos conceptos que se manejaban en aquel entonces, de que si hacías televisión te estabas prostituyendo y esas cosas. Y bueno, la televisión me hizo popular y me dio a conocer, pero yo no soy un producto de la televisión, soy un producto que viene del teatro, soy un actor.
Cuando estudiabas en Ciudad de México, viviste en casa del compositor Antonio Russek. Por las noches subías a un roftop, te sentabas en un sofá y comenzabas a leer a los principales teóricos teatrales: Stanislavski, Grotowski, Barba, Brecht...
Yo hice el primer roftop de la Condesa, ¡yo lo inventé! Esa casa ya estaba llena. Efectivamente era de Antonio Russek, de Toño. Cuando llego ahí vivían varias personas y me dan el cuarto de sirvientas. Antes solía hacer carpintería con mi papá. Entonces, ese cuartito lo convertí en algo bien bonito: hice un tapanco, puse abajo todos mis libreros, mis cosas. Luego se me ocurrió hacerle un agujero al techo, le puse una escalera y subí. Recogía muebles de las esquinas, empecé a subirlos al techo y a ponerle plantas. Fue el primer roftop que existió en la Condesa, yo creo. Ahí fue donde aprendí a leer teatro, a leer teoría y técnicas teatrales. No tenía dinero y mis compañeros del CUT se iban los fines de semana de reventón, a la fiesta. Yo no, yo iba a las librerías y me hacía de un buen libro. Me subí a ese lugar y empecé a leer mucha teoría teatral. Tengo la fortuna, yo creo por esta formación que tuve en el CUT, de tener una cultura teatral muy extensa al nivel de conocer todos los géneros y muchos, muchos dramaturgos de todo el mundo.
¿Y cuál era tu diálogo con estos autores? ¿Qué te susurraban en sus páginas?
Todos esos teóricos te cuentan historias distintas. Lo interesante de leerlos, fuera de sus obras de teatro, es conocerlos como personas, como seres humanos, lo que ellos intentaban hacer del teatro. Casi todos los que yo leía en ese entonces, que los mencionaste, como Stanislavski, el padre del naturalismo, que viene a cambiar muchas cosas. Había una influencia española, porque teníamos a muchos españoles que habían venido en 1936 como Ofelia Guilmáin, etcétera; su teatro era el romanticismo español, este melodrama, este bien hablar y bien decir y proyectar la voz. Y de pronto llega un Stanislavski que te dice: “¡No! ¡Deja de actuar! Menos es más”. Tienes que vivir lo que haces. Yo nazco en un teatro que no es stanislavskiano, nazco en el teatro de Grotowski, que es un teatro del que proviene el Cirque Du Solei, de ahí se hicieron los happenings de Eugene Barba. Es un teatro que pide al actor ser como un atleta. En mis clases de actuación tenía obviamente drama, la oportunidad de conocer a todos estos autores, pero también tenía clases de esgrima, de acrobacia, de ballet. La idea era formar al actor con su cuerpo, que rompiera todos los esquemas que pudiera tener, todos sus tabúes, y pudiera utilizar su cuerpo como un material de expresión. Ahí es donde yo nazco y esas cosas son las que refuerzo, a través de la literatura, en esa azotea donde yo me sentaba y conocía, por ejemplo, a Diderot con La paradoja del comediante, que en ese entonces me sorprendió porque iba en contra de todo lo que yo creía. De pronto él y Meyerhold te dicen: “No, no, no. Tú no no tienes que sentir, el que tiene que sentir es el espectador”. Y te rompe todos los esquemas hechos por Stanislavski y el mismo Grotowski, que era un seguidor de Stanislavski, y Eugene Barba, que era un seguidor de Grotowski. Vas conociendo esas diferencias. Me nutrí de eso, de eso vivo y eso es lo que sé hacer.
Me recuerda a una anécdota de Stanislavski. Tras iniciar un curso con el maestro Tortsov, se dirigió a su casa y del librero tomó un ejemplar de Otelo, la tragedia de Shakespeare. Se sentó en un sofá y tras leer las dos primeras páginas le invadió un deseo incontenible de representar la obra, percatándose de su necesidad escénica.
¡Y mira! Terminó siendo uno de los teóricos más importantes del mundo. Creo que sí, creo que la lectura tiene esa potencia, esa fuerza. Es lo que te decía, a mí me hablaban mis maestros de todos estos teóricos o maestros de teatro que han existido, pero yo los conocí realmente leyéndolos, leyendo lo que ellos opinaban de ellos mismos o de su teatro, qué buscaban de su teatro. Tuve la oportunidad de ir a muchas conferencias de Grotowski, de Barba y de Kantor, por ejemplo, de conocerlos, de escucharlos. También vi Ubu, de Peter Brook. Esas cosas me nutrieron, me dieron ópticas diferentes, como si yo fuera un director de una película, como decía John Ford: “El cine tiene un sólo punto de vista, el del director, porque el director es el que emplaza esa cámara”. Así es como vemos la vida. ¿La vida es como el teatro o el teatro es como la vida? Ahí está el juego de nuestro trabajo. Yo soy un afortunado, un privilegiado, de poder vivir vidas alternas. Vivo vidas alternas cada vez que interpreto personajes, porque me convierto en eso. El otro día escuché algo de Anthony Hopkins, que es uno de mis actores preferidos, le preguntaban: “¿Usted cómo le hace para hacer a esos personajes tan profundos, con esa sinceridad?”. Y él decía: “Eso, si tú no te lo crees, no te lo cree nadie. Así de fácil es actuar, es jugar como un niño. Juega como los niños y cree en lo que estás haciendo. Apréndete el texto, completamente bien aprendido y nunca vas a fallar”. Y creo que así es de fácil nuestro trabajo, pero también implica respeto, disciplina, metodología, escuela; tiene muchas virtudes en sí mismo. Para ver los ojos de Dios tienes que ser virtuoso.
¿Aún consideras que un actor debe ser un híbrido entre lo formal y lo vivencial, como dicta la técnica de Stanislavski?
Sí, creo que hoy en día es como pintar. ¿Qué vas a pintar? ¿Un lienzo? ¿Qué técnica quieres usar? Si vas a hacer un óleo o vas a hacer una acuarela, ¿qué pinceles necesitas? Creo que el actor construye sus personajes con base en eso, en lo que lee, el género que está tocando, que está estudiando, para que pueda ser moldeable y no necesariamente vivencial. No se puede ser vivencial en el cine. A veces repites hasta veinte veces una escena, y si vivencialmente haces eso, necesitas también la técnica para que puedas conservar ese mismo calibre con el que empezaste. De pronto pasaron dos o tres horas y no has salido de una escena y entonces hay que repetirla, repetirla y repetirla. El teatro sí es vivencial, porque en el teatro estás ahí y lo repites pero cuando te cambias de teatro, de plaza, de lugar. Pero cuando estás con el espectador, estás con el espectador y eso sí lo tienes que vivir plenamente. Ahí es donde creo totalmente en la técnica stanislavskiana, porque creo que ahí sí necesitas de la vivencia para que el espectador te la crea, comulgue contigo y pueda existir la catarsis.
No es la primera vez que interpretas a un hombre vestido de mujer, hace algunos años hiciste Señor Butterfly, de David H. Hwang, junto a Héctor Bonilla. ¿Cómo encarnas este tipo de personajes?
Mira, yo me entrego a los personajes. Parto esencialmente del texto. En el texto, de alguna manera, encuentro la psicología del personaje y luego me meto a ella para poder construirlo, para poder hacer lo mío; porque finalmente voy a usar mis herramientas: mi cuerpo, mi voz, mi forma de pensar, de ser, pero tengo que cambiar precisamente la psicología, mi forma de pensar, por la del personaje que voy a interpretar. Entonces, mi búsqueda en el teatro es una necesidad personal. Creo que si hoy alguien me dijera qué es el teatro, lo dejaría de hacer. Ya no tendría sentido hacerlo. Estoy buscándome a mí mismo en cada personaje que hago. Es muy curioso lo que te digo porque yo no quería ser actor. Yo no soy una persona que haya nacido y dicho: “Ay, yo quiero salir en la tele, quiero ser actor, me quiero hacer famoso”. No, a mí eso se me dio como accidente, caí y afortunadamente estaba en el mood de la preparación, de la mística para poder creer en eso y ser lo que hoy soy. Soy un actor, nada más. Soy un trabajador. No me puedo considerar mas que como un trabajador. Luego dicen que los actores somos diferentes, pero no, somos lo mismo. Lo que pasa es que tocamos grandes autores que nos permiten dar vida a personajes que tal vez sólo existen en tus sueños. A eso me refiero con las realidades alternas. A lo largo de mi vida, me he dado cuenta de que me la he pasado viviendo vidas alternas, otras vidas, como si hubiera tenido muchas.
En tu última visita a Torreón, dedicaste las funciones de Papito Querido a uno de tus maestros: el lagunero Rogelio Luévano. ¿Cuál fue la herencia que te dejó este director?
Lo más importante que Rogelio me dejó fue el amor que sentía por el teatro, la honestidad con la que se enfrentaba al teatro y a sus alumnos, era increíble. Para hacer una obra que duraba quince días, trabajábamos un año. Entonces, el construir toda esa obra de teatro con sus personajes, con su psicología, con su gente, con su estilo, nos hacía ser alumnos de un gran maestro. Un maestro que no sólo te decía cómo hacer el personaje, sino por qué lo hacía. Y la forma en cómo se expresaba de los personajes, en cómo declamaba… a mí me encanta la poesía por él, porque él seguía mucho a León Felipe, un gran poeta español. Te puedo decir que él me dio el amor por el teatro y yo encontré la pasión por el teatro gracias a él. Era un gran maestro, con una gran autenticidad, con una entrega total a lo que hacía y tenía mucha pedagogía. No sé dónde la adquirió ni cómo. Cuando empecé a hacer teatro aquí en Torreón yo ya conocía Grotowski. Y cuando llegué al CUT mi forma de trabajar fue una gran sorpresa para todos mis maestros, porque me decían: “¿Dónde aprendiste eso?”, porque era la técnica que ellos me querían enseñar y yo ya la había aprendido con Rogelio Luévano. Ellos se basaban en las técnicas de Grotowski. El CUT de mis tiempos era grotowskiano cien por ciento, era esto que hablábamos de la corporalidad, la expresión corporal, todo lo que implica que un actor sea una especie de atleta en el escenario para que pueda transformar su cuerpo y hacer casi como el kabuki. Por eso cuando me enfrenté a Señor Butterfly, creo que allí puse en juego todas las herramientas actorales que tenía, todo. Era un personaje que me exigía muchísimo porque es un chino que es comunista, un espía, y hace que se enamore de él un cónsul francés, lo engaña durante años. René Gallimard se enamora de Son Liling —el personaje que interpreté—, quien lo conoce en la Ópera de Pekín, donde no hay mujeres. En aquel entonces, en el teatro kabuki y todo eso, eran hombres actuando como mujeres. Entonces se enamora de Son Liling, va con él y resulta que es un espía. Y un día le dice a Gallimard, cuando ya se transforma en hombre: “No, no te equivoques conmigo —así de grave y de fuerte—, yo soy un artista. Estoy por encima de ti, estoy por encima de mi gobierno y estoy por encima de todos, porque lo mío es arte, arte puro. Yo no te engañé, yo soy un artista. Hice mi papel y tú te lo creíste”. ¿Lo entiendes? Ese es el teatro, es alquimia pura. Agarras una sopa de letras, que es el libro que vas a estudiar, lo tiras a un caldero, empiezas a trabajar emociones, sentimientos, pasiones y lo conviertes en un personaje.
El telón ha bajado en las vidas de varios de tus maestros: Magda Briones, Rogelio Luévano, Ignacio López Tarso e incluso tu esposa Christian Bach. ¿De qué manera siguen contigo al momento de subir a un escenario?
Siempre están en mí. En el último post que subí de Christian, en un homenaje luctuoso ahora que cumplió años de fallecida, hablo un poco de eso. Le digo: “Estás en un tiempo dónde no existen las horas ni los días. No hay un Día de la madre, no hay un Día de los muertos, no hay nada. Estás en un espacio que habitas y ese espacio también está en mi corazón. Y no te sé explicar qué tipo de espacio sea, sólo sé que forma parte de mi ser, que eres parte mía”. Entonces me dicen: “¿Y usted cómo... si Stephanie (Salas)…? Entonces, el amor… ¿cómo?”. Ahí está, Christian está dentro de mí. Si lo quieres decir como un cliché, está en mi corazón. Pero más que en mi corazón, está en mi alma, en mi forma de ser, de expresarme, en mi forma de estar continuamente en la vida. Porque todos ellos son seres que me influenciaron: Rogelio Luévano, Héctor Mendoza, Ignacio López Tarso, Manolo Fábregas, Carmen Montejo, son gente que están conmigo siempre, porque los amé en vida. Y siempre cuando subo al escenario, yo tengo… no sé cómo decírtelo, pero antes de entrar al escenario siempre estoy masticando un chicle. Todos me dicen: “¿Se te seca la boca o qué?”. No, lo agarro y lo pego en el escenario. Después sé cuántas funciones llevo por los chicles que estoy pegando. Y siento que en mi saliva, en ese chicle, están todos esos seres a los que amé y amo, que formaron parte de mi vida y del escenario.