La falsa libertad de las mujeres musulmanas en Occidente
Noviembre de 2015. Una escuela en Canadá. Dos hombres agreden físicamente a una mujer que acude a recoger a sus hijos. Bajo el grito de “terrorista, no perteneces aquí”, la tomaron de su hiyab (pañuelo que cubre la cabeza y pecho de las mujeres musulmanas), la aventaron al piso y la golpearon en múltiples ocasiones.
Febrero de 2016. Una playa situada al sur de Francia. Agentes policíacos armados rodean a una mujer. ¿La razón? Lleva puesto un burkini (túnica y velo que cubren su cuerpo y cabeza, respectivamente). Ante la mirada de las personas a su alrededor, es obligada a demostrar que debajo de este lleva puesta únicamente una camiseta.
Las fotografías del momento abrieron un debate acerca de las políticas francesas contra el uso del burkini en playas públicas por motivos de seguridad. De pronto, una mujer disfrutando de un día soleado, siendo fiel a sus creencias y libertad de elección, fue vista como una amenaza a la cual había que responder con elementos armados.
DOBLE DISCRIMINACIÓN
Las mujeres musulmanas que viven en contextos occidentales se enfrentan en ocasiones a una deshumanización y despojo de su autonomía personal, producto —en mayor medida— de la combinación entre misoginia e islamofobia. Por un lado, viven crímenes de odio debido a sus creencias religiosas; por el otro, son señaladas y juzgadas por las decisiones que toman respecto a tales creencias.
La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) define los delitos de odio como aquello en los que el perpetrador ha tomado a una persona o propiedad como blanco con base en una característica protegida, o ha expresado hostilidad hacia alguna característica protegida de la víctima durante el ataque (edad, sexo, discapacidad, orientación sexual, religión, etcétera). El odio antimusulmán se dirige contra personas o propiedades asociadas, o que se perciben como asociadas, al islam.
ISLAMOFOBIA
La Comisión de Musulmanes Británicos e Islamofobia define a esta última como la exclusión de los musulmanes en el ámbito económico, social y público en una nación debido a la manifestación del odio, repugnancia y hostilidad hacia ellos.
La desinformación respecto al islam —que significa “sumisión a Dios” o “aplicación de la paz de Dios”— repercute en la libertad y respeto a las personas que profesan la religión (llamados musulmanes) en Occidente.
Según un informe presentado por el Relator Especial de la Organización de las Naciones Unidas, la religión, tradición y cultura islámicas son percibidas como una “amenaza” para los valores occidentales, convirtiendo a la islamofobia en una manifestación específica del racismo.
Por tal motivo, las musulmanas residentes en contextos occidentales —donde el islam no es la religión base— no solamente tienen que enfrentarse a los desafíos que conlleva ser mujer, sino que, además, deben exigir continuamente un lugar dentro de la esfera social lejos de la invisibilidad de sus elecciones y del estatus peligroso que se les asigna debido a la confusión entre el islam y el islamismo radical.
Entender cómo son percibidas es fundamental para abonar a la conversación sobre el uso de elementos como el hiyab, el burka o el niqab (velo facial que solo deja al descubierto los ojos), que forman parte del islam.
Los medios de comunicación, así como el síndrome del o la salvadora blanca, han logrado que sean percibidas mayoritariamente de dos maneras. Una, como terroristas y/o amenazas a la seguridad nacional; dos, como damiselas en apuros que deben ser rescatadas, ya que no poseen la capacidad de decidir cómo y cuándo serán fieles al islam.
FEMINISMO BLANCO
En un artículo publicado por Volcánicas, plataforma periodística feminista, se define al síndrome de la salvadora blanca como “una práctica social que explota o saca provecho económico, político o simbólico de las personas o comunidades racializadas, que a los ojos de la blanquitud, están salvando y que deberían estar en deuda y en eterna gratitud”.
Tal término está ligado con el denominado feminismo blanco. En un texto divulgado por Alejandra Pretel en la plataforma Afroféminas, medio de comunicación antirracista e independiente, se explica que la ignorancia de las vivencias de otros cuerpos, así como el no asumirlos válidos dentro de la militancia feminista o tomarlos en cuenta únicamente como cuestiones particulares, engloba en gran medida su significado.
“Reside en la imposibilidad de tener una mirada interseccional que permita vislumbrar otros sistemas de opresión más allá del género y comprender la violencia estructural que atraviesan otres cuerpes (LGBTIQ+, gordes, racializades, migrantes, empobrecides, en condición de discapacidad, entre otres)” (sic).
Es así que las mujeres musulmanas están constantemente siendo involucradas en un proceso de salvación —no solicitado— guiado por una mirada occidental y blanca de lo que se supone es el camino que deberían tomar para validar sus derechos humanos. Sin embargo. Tal enfoque hace que ocurra justamente lo contrario.
ATAQUES CONTRA LA LIBERTAD
La libertad religiosa es el derecho fundamental a profesar una religión, tanto privada como públicamente. De ahí se desglosan otros derechos, como el de usar símbolos religiosos sin importar el lugar en donde se esté.
Los valores occidentales celebran la libertad de expresión, la dignidad humana, los derechos de las mujeres y la autonomía personal, entre otros. Pero al hablar de las mujeres musulmanas en sus territorios, parece que la norma no aplica.
En 2021, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea aprobó una ley que permite que las empresas puedan prohibir a sus empleadas el uso del velo islámico para promover una imagen de “neutralidad política, filosófica y religiosa” en el trabajo.
Francia, el país con la comunidad musulmana más grande de Europa, prohibió desde 2004 el uso del hiyab en escuelas públicas; desde 2010 el uso del nicab y el burka en espacios públicos y, recientemente, modificó una ley para que no se utilice el burkini en playas públicas.
Bélgica siguió el ejemplo de Francia y, desde el 2012, prohíbe el uso del burka o niqab en lugares públicos. Países como España, Austria y Holanda han puesto sobre la mesa el debate de permitir o no a las mujeres usar tales símbolos religiosos.
¿Cuándo se convirtió en libertad y celebración de los derechos el obligar a una mujer a despojarse de un elemento que forma parte de su identidad, invisibilizando sus decisiones y obstaculizando su desarrollo social, profesional y económico? “Me quitas el hiyab y ¿qué sigue? Mi nombre sigue siendo árabe. ¿Tendré que cambiarlo también para que me respetes”, expresó Simeen Ansar, mujer musulmana afectada, en entrevista para BBC.