La amistad es un alma que habita en dos cuerpos, un corazón que habita en dos almas
Aristóteles
Los fotógrafos son parte esencial de la actividad periodística. El adagio según el cual «una imagen vale más que mil palabras» está plenamente acreditado. En Torreón tuve la suerte de tratar y trabajar con profesionales de la cámara. Mi padre, Francisco Hernández Torres, a quien debo el oficio de escribir y me inculcó valores, hablaba de que Félix Jaramillo, de La Opinión, salvó a una familia a costa de su vida al retirar unos cables de alta tensión del coche donde había quedado atrapada en medio de una tormenta. En el mismo diario lagunero colaboraba Enrique «el Negro» Ochoa, asignado a la sección policíaca. De El Siglo de Torreón recuerdo a Rodolfo Wooesner y a Ramón Sotomayor, cuyos hijos siguieron sus pasos.
Pero fue en Noticias de La Laguna, adquirido más tarde por la Organización Editorial Mexicana (OEM), donde aprendí más de los fotógrafos. Con Enrique «el Venado» Marrufo cubrí el traslado de los internos del penal de la calzada Colón al nuevo Centro de Readaptación Social (Cereso), construido en el Gobierno de José de las Fuentes. El cambio empezó en la madrugada y terminó después del mediodía; mientras salía el primer grupo de reclusos, nos turnábamos para dormir unos minutos.
La traslación se hizo en condiciones inhumanas. Marrufo y yo seguimos un camión blindado que había permanecido varias horas bajo el sol. Al llegar al Cereso, uno de los presos descendió del vehículo, avanzó unos pasos y antes de desfallecer exclamó: «¡Humanidad, por favor, humanidad!». Esa foto ocupó la página principal del día siguiente. El Venado terminó sus días en un asilo de Gómez Palacio, donde mi esposa Chilo y yo lo visitamos varias veces, gracias a la orientación de Rosalía de Gamboa Cano, amiga entrañable, quien, como exprimera dama de ese municipio, fue objeto de persecución cobarde e injusta junto con su marido Manuel.
Los hermanos David y Leopoldo Jiménez Reyes destacaron por ser fotógrafos de excelencia y por su extraordinaria calidad humana. En profesionalismo, camaradería y buen humor, nadie los superaba. Además, eran maestros del dominó y copropietarios del bar El Pez, localizado en la emblemática avenida Hidalgo, cuya extensión al poniente termina en el Mercado Alianza. David, admirador e intérprete de José Alfredo [una de sus canciones preferidas era «El Último Trago» («Tómate esta botella conmigo...»], murió hace varios años, y Leopoldo, el 20 de noviembre.
Conocí a Polo cuando yo era niño (él y su esposa Margarita tenían un restaurante en el mercado Madero que mis padres frecuentaban) y en Noticias nos hicimos amigos. Al saber que renunciaría a la dirección del diario, fundado por mi maestro Eduardo Elizalde Escobedo, me tomó del brazo y musitó: «No te vayas a Saltillo, Gera, quédate». No dijo más, el llanto ahogó sus palabras y se retiró deprisa con su cámara al hombro. Siempre que nos vimos después, en algún acto oficial o en alguna calle, nos fundíamos en un abrazo. «Fichas negras como es el color de tu perversidad». La letra de la canción homónima de Leo Marini la entonaba Polo para anticipar el cierre de una partida de dominó. Siempre ganaba. Su muerte me ha estremecido como a tantos que fuimos tocados por su mirada de hombre bueno y su sonrisa traviesa. Los amigos se van, pero los recuerdos que dejan siempre los mantendrán vivos en nuestro corazón.