El Dios del Antiguo Testamento era una divinidad cruel, a la manera de los dioses de las primeras teogonías. Hacía caer sobre los hombres castigos espantosos; les enviaba terribles plagas; les quemaba sus ciudades; les asolaba sus cultivos con largas sequías o nubes de langostas; convertía en sangra el agua de sus ríos; mandaba a un ángel a matarles a sus hijos, o les pedía que ellos mismos los degollaran. La torre de Babel, el diluvio universal, la destrucción de Sodoma y Gomorra no son sino algunos ejemplos de esa ferocidad.
El Dios del Nuevo Testamento, en cambio, es amoroso. Su doctrina es de misericordia, de paz y de perdón.
Eso se explica.
El Dios del Antiguo Testamento no tuvo madre.
El del Nuevo Testamento sí.