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Pequeñas especies

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Hoy, hace algunos abriles

M.V.Z. FRANCISCO NÚÑEZ GONZÁLEZ

Transcurría el domingo 16 de abril de 1950, en el pintoresco poblado de Mapimí, Durango, se hacían los preparativos para la gran boda. La novia, Alicia González Domínguez, hija mayor de ocho hermanos, sus padres, Carlos González y Consuelo Domínguez, contraía nupcias con el doctor Teodoro Núñez Estrada, quien había ido a realizar el servicio social de médico cirujano, originario de Celaya, Guanajuato, hijo menor de ocho hermanos, sus padres Timoteo Núñez y Estanislada Estrada. La tricentenaria iglesia de Santiago Apóstol, actuaría de testigo para la celebración de la eucaristía, hogar del milagroso Señor de Mapimí, lucía su fachada barroca con un frenesí de flores que emanaban el perfume de la recién llegada primavera, siendo el Presbítero, Francisco Parra, que estaría a cargo del Sacramento matrimonial.

Se recibirían los invitados en casa de los abuelos maternos, Don Carlos González y Luz María Córdova, su residencia se encontraba situada frente a la plaza principal, rodeada de calles empedradas del siglo XVII, de la escuela municipal, de la iglesia y su gallardo campanario de cantera presumiendo las huellas de la revolución, a un costado las casas que habitaron, Don Miguel Hidalgo y Don Benito Juárez, en su paso por esta población.

Una casa tradicional como las viejas haciendas, de paredes gruesas de adobe y techos con enormes vigas de madera, que la conservaba fresca en verano y cálida en el invierno. Las mesas de los invitados se encontraban distribuidas alrededor del zaguán, que estaba resguardado por arcos tallados de cantera rosa, sirviendo de testigo a las enormes habitaciones distribuidas alrededor de los pasillos, repletos de macetas de diversas formas y tamaños, resguardando frescas y hermosas plantas que deleitaban con flores la vista de cualquier mortal; sobre ellas colgaban las enormes jaulas que alojaban docenas de pájaros de bellos trinos, cenzontles, canarios, ruiseñores, cardenales, jilgueros, un verdadero agasajo al escuchar sus cánticos al amanecer, no podía faltar la tradicional destiladora de agua, constaba de una base de viejas maderas sosteniendo un enorme cántaro de barro que goteaba día y noche, filtrando el agua para beberla fresca y limpia, con sabor al arroyo de las montañas con aromas de pino y encinos.

La cocina se encontraba al fondo del pasillo de generosas dimensiones, se preparaba con leña y en enormes cazuelas de barro la sopa de arroz, acompañada de guisantes y zanahoria, la jugosa barbacoa de pozo, que se introducía desde el día anterior para cocerse en pencas de maguey toda la noche, las exquisitas carnitas de puerco y los crujientes chicharrones que se freían en cazos de cobre, en el enorme corral al fondo de la casa, donde cobijaban con su sombra el enorme sauce llorón, eucaliptos y fresnos, haciéndoles compañía al centenario pozo de agua de ladrillos en redondel, aún con la polea y la vieja cubeta de madera, que solo actuaban de ornato desde la llegada del agua potable.

Las cocineras no se daban abasto torteando las enormes y esponjosas tortillas de maíz en los comales de leña, y otras molían la variedad de salsas en los enormes molcajetes de piedra volcánica. No podían faltar las grandes tinas galvanizadas de cien litros que se encontraban repletas de cerveza, con abundante hielo para contrarrestar el calor de la tarde. La música estaba a cargo de un conjunto de filarmónicos ya maduros, con instrumentos de viento, cuerdas y percusión, amenizando con melodías de Glen Miller, Agustín Lara, Luis Alcaráz, y Pérez Prado.

Una hermosa boda tradicional, testimonio de una pareja que irradiaba felicidad, que inició con la mejor de las bendiciones conservando siempre su amor y el respeto como cláusula de unión matrimonial en las duras y en las maduras. Fueron bienaventurados con seis hijos, siempre unidos, siendo el motivo de sus vidas, que siguieron el ejemplo de los mejores padres con sus propias familias.

Pasaron los años, y a tan solo unas semanas de celebrar sus bodas de oro, ella, fue llamada al reino de los cielos, días después, él, para hacerle compañía, a unos cuantos días de cumplir cincuenta años de matrimonio. El Señor les concedió celebrar unidos y felices como siempre sus esponsales de oro en el paraíso celestial.

Como me hubiera gustado asistir a su boda, pero aún me faltaba seis años para nacer.

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