Raúl Zurita, rostro de un relieve poético
En la obra de Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) hay un grito estacionado para siempre, porque cuando se ha sufrido una gran violencia, dice, esa violencia queda guardada. Sabe que la poesía debe leerse en voz alta, pues no hay nada más íntimo que estar frente al público. Por eso su voz resuena en la cantera del Antiguo Palacio Municipal de San Luis Potosí junto a los poetas Javier Sicilia, Juan Manuel Roca, Monika Rinck, Victor Manuel Mendiola, Armando González Torres y la actriz Angélica Aragón, en otra edición del Festival de las Letras.
Raúl recita los versos de “Canto a su amor desaparecido”, poema dedicado a las víctimas de la dictadura militar en Chile. Sobre el estrado yace una carpeta con sus textos. Iluminado por la luz de la lámpara, su rostro es un mapa que muestra los relieves del pasado. Cada línea de ese poema le duele, porque sabe que habla por aquellos que ya no pueden hacerlo: “Murió mi chica, murió mi chico, desaparecieron todos / Desiertos de amor”. O como sentencia la cita de Lucas en La Biblia: “Y yo les digo que si ellos callan, las piedras hablarán”.
SAN LUIS POTOSÍ, NOVIEMBRE DE 2022
Observo el café negro que me han servido en una fonda. Me pregunto si así se verá el océano de la vida del que hablaba Walt Whitman, con mi rostro reflejándose en él. Entre sorbos reviso mis apuntes sobre Raúl Zurita. Mis libros son un mosaico de coloridas pegatinas y frases subrayadas. Creo que subrayar una frase es como congelar la imagen de un recuerdo; siempre acudimos al que nos marcó la vida, como si esas líneas e imágenes evitaran nuestro extravío en ciertas páginas de la existencia. Vibra mi teléfono, me llama mi contacto de Cultura Municipal.
— Ya voy al hotel con el maestro.
“Fue mi enemigo solamente el Tiempo / sólo el Despojador que va sin rostro”, dicta un verso de Gabriela Mistral. Cuelgo. Guardo todo en mi mochila. Se me cae un bolígrafo ante el caos de la premura. Pido la cuenta, dejé el café a medias.
El hotel Palacio San Agustín es un edificio del siglo XVII. Su interior es habitado por muebles y pinturas del Virreinato. Tras llamarlo, Raúl Zurita baja por el ascensor que hay detrás de una escalera de cantera, cruza la alfombra roja del restaurante a paso aletargado, va vestido de negro, con las manos hacia atrás, como si un prisionero desfilara a su destino.
Tras presentarme pongo mis libros en la mesa, incluido un viejo ejemplar de la Divina Comedia de Dante, de esos verdes que publicaba la editorial Grolier, porque sé que su abuela, Josefina Pessolo “Veli”, le recitaba los versos de “El infierno” cuando era niño.
—Vino preparado.
—Perdón, no lo escuché.
—Vino preparado.
Raúl se disculpa por casi susurrar; sus 72 años de edad le impiden amplificar el volumen de su voz. Miro su rostro, ese mismo que alguna vez quemó y al que arrojó amoniaco, al que la cineasta Alejandra Carmona Cannobbio (directora del documental Zurita, verás no ver) define como "profundo". Noto que ya no tiembla tanto como en los videos que revisé. Hace tres años se operó en Milán para aminorar los síntomas del Parkinson; el poeta no se cansa de sobrevivir. Antes del 11 de septiembre de 1973, cuando estalló el golpe militar en Chile que derrocó al presidente socialista Salvador Allende, había decidido suicidarse: se separó de su pareja, con niños de por medio; no le hallaba sentido a la vida, su mundo se derrumbaba, fue un quiebre a nivel personal, “y no se diga a nivel colectivo”.
El día del golpe se encontraba en Valparaíso, en el puerto que vio nacer a Salvador Allende y donde el caos comenzó a las seis de mañana. “¡Alto! ¡Al suelo! ¡Manos en la nuca!”. Zurita fue capturado por marinos y llevado a la embarcación del Maipo. Allí recibió “unas golpizas tremendas”. Recuerda una carpeta que traía entre dientes. En ella guardaba los poemas de Purgatorio, su primer libro. “¿Qué es esto?”, los militares se la arrebataron. “¿Qué es esto?”, la arrojaron al mar. Los poemas terminaron bajo el agua y el poeta en una celda. Entonces Raúl descubrió que se sabía de memoria aquellos versos por tanto corregirlos; que podían despojarlo de todo, menos de su poesía.
¿Considera que la poesía lo guió en esos momentos tan difíciles?
No sé si es una guía. La poesía es algo que se impone. En mi caso no me interesaba nada ser poeta, yo no quería ser poeta. Se me impuso porque no tenía trabajo. Buscaba trabajo y, al no encontrarlo, escribía. De repente me di cuenta de que eso esa lo que tenía qué hacer. Yo era chico, por así decirlo. Mi relación con la poesía no fue una relación fluida, no se me iba a aparecer un ángel, nada de eso. Me explicó lo que era para mí estar en un barco con ochocientos tipos, asignado en el carguero el día del golpe militar en Chile. Mi relación con la poesía no es una relación fácil, es una relación bien conflictiva.
Alguna vez dijo que cuando se ha sufrido una gran violencia, esa violencia se queda.
Van a querer mirar los periódicos. La violencia es un absurdo, tan absurdo que la gente parece que fuera un dios maligno. Es tan fácil ser feliz. La felicidad es una cosa que está ahí, a la mano, a la vuelta. Bastaría que la bomba que va a estrellarse en un pueblo palestino no se hubiera estrellado. La violencia es un absurdo, tan monstruoso, porque sólo un dios maligno puede hacer ese absurdo infinito que es la lucha entre seres humanos. Cuando tú matas a alguien no matas una sola vez, lo matas infinitas veces. Lo matas en todos los lugares en que pudo y en que no pudo estar. Cada muerto, victimado por otro ser humano, es pena para siempre sobre la tierra. Era tan simple, era tan simple evitarlo.
Unas voces provienen del vestíbulo; Ida Vitale ha llegado con su hija Amparo y personal del festival. La uruguaya también vivió una dictadura militar en su país y participa en el encuentro potosino de poetas. No puedo evitar distraerme. Noto que hablan de su reciente visita al Museo Leonora Carrington. El volumen de su conversación se eleva. En el vocerío surgen bromas, risas. Acerco más la grabadora a la boca de Raúl para no perder detalle de sus reflexiones, pero un mesero arriba con café. Pauso. El líquido sacia el hueco de las tazas. Luego intento que el aire vuelva a abrirse vanamente en preguntas, como escribe Ida en La luz de esta memoria.
—Maestro, ¿cómo prefiere el café?
—Cargado, con harta azúcar.
Entonces le echa tres sobres del endulzante y asegura que el mejor café que ha probado es el italiano.
Italia era el país de su abuela. La migración de italianos a Chile tomó fuerza entre 1880 y 1930. Doña Veli zarpó del puerto de Génova hacia un lugar que nunca había visto. Tenía nostalgia por su patria. Simpatizaba con Mussolini y leía a sus nietos Raúl y Ana María cantos de “El infierno” en genovés, mientras la madre de estos salía a trabajar.
En El día más blanco, el poeta comparte una descripción del rostro de Veli: “… su nariz larga y afilada, sus pequeños ojos, sus arrugas, emergen desde el fondo de ese tramado como si yo fuese el que quisiese huir”. No estuvo presente cuando ella murió. Llegó un día después de su entierro. Desde entonces guarda su recuerdo más allá del lenguaje, al otro lado de las cosas. Sabe que nunca podrá escribir nada que la devuelva a la vida.
Al final de La iliada, Homero narra los funerales de Héctor: Aquiles ha asesinado al príncipe troyano en venganza por la muerte de Patroclo. Ata el cadáver a su carro, lo arrastra frente a las murallas de Troya y lo lleva a su campamento. El rey Príamo sale de la ciudad en medio de la noche. Pasa desapercibido entre los soldados griegos y llega a la tienda de Aquiles. Allí abraza sus rodillas, besa sus manos, suplica que le devuelva el cuerpo de su hijo. Aquiles asiente. Se dan nueve días de tregua para las exequias. Troya recibe en llanto a Héctor. El cuerpo es colocado en una pira, lo incineran. Raúl Zurita indica que este funeral inaugura la historia de la literatura.
¿Y cuáles son los funerales que inauguran su vida?
Cuando murió mi padre. Él tenía 31, yo tenía dos años. Y dos días después murió mi abuelo. Esos son los funerales con los que inicia mi vida.
En este punto de su existencia, ¿sigue sintiéndose un habitante de la nostalgia de su abuela?
Siempre, como son esas voces que te acompañan, mi abuela siempre me ha acompañado. Pero claro, es una instancia irremontable; con la muerte no se talla. Sí, creo que sí, he tenido ese diálogo, con culpas, con sueños, con gratitud o ingratitud y con la maravilla que fue escucharla. Mi abuela era una mujer muy especial, muy fuerte, muy orgullosa y muy pobre. Después me di cuenta de todo lo que ella significaba para mí, así como siempre. A veces las cosas se reconocen a destiempo.
Su abuela le leía La divina comedia. En el “Canto V”, Francesca de Rímini responde a Dante: “No hay dolor más grande que el recordar los tiempos felices en la desgracia”. ¿Hay algo que quisiera olvidar de la dictadura de Pinochet?
Olvidar nada. Ya que ha sucedido por lo menos que se me dé la cortesía de no olvidarme nunca. Hoy hay que recordarlo todo, no hay que olvidarse absolutamente nada, para que algún día los que ven tengan la obligación de recordar, como olvidar en paz, pero para eso hay que recordarlo todo: recordar a cada tipo que golpean, a cada tipo que lo joden, todo.
¿Recuerda que Aquiles devuelve el cadáver de Héctor?
Sí, sí.
¿La poesía puede tomar el papel del rey Príamo para exigir que se devuelvan los cuerpos de los desaparecidos?
Desgraciadamente es lo que hace. La poesía ha hecho en nombre de la sociedad algo que ella debería realmente cumplir: el restituir los cuerpos para que los vivos puedan seguir viviendo y los muertos terminen de morir. Si no se hace eso, no hay reconciliación posible. Por eso es impresionante cuando Aquiles asiente a Príamo y le devuelve el cadáver de Héctor. Hay un momento donde Príamo está abrazado a las rodillas de Aquiles y este lo hace levantarse. Entonces te das cuenta de que va a permitirlo y es emocionante.
Ha escrito que todo homenaje que se hace a los muertos nunca alcanzará a llenar ese vacío. Pienso en los presos políticos de la dictadura que fueron sepultados clandestinamente en Pisagua, y en su poema “Canto a su amor desaparecido”. ¿Existe alguna forma de renombrarlos en la poesía, de rescatarlos del olvido?
La poesía, como el lenguaje, llega hasta cierto punto, después ya no. Creo que la poesía es el intento más vasto y desesperado por decir cosas que ya no están en este mundo. Podemos hablar de “se murió”, ¿pero qué podemos hablar de la muerte? Pero no es el olvido, finalmente uno no se olvida de nada. Es la persistencia en el horror y en el error. Es un horror del que nadie es ajeno y del que nadie es totalmente inocente: estos generales chilenos, carniceros, asesinos, vivieron en las mismas ciudades donde vivimos nosotros, en las mismas calles, fueron a los mismos colegios. Entonces, uno también, de alguna u otra forma, no es del todo inocente.
Por la sociedad en que vivimos, eso es lo que entiendo por una humanidad: que no sólo somos responsables de nuestros actos, sino también por los actos de los otros. Por eso mismo la poesía es capaz de enfrentar hasta donde puede la máxima violencia, también como la máxima belleza y la máxima dulzura. Somos un imán que debe reflejar y cargar con esa violencia. Creo que la poesía es extraordinaria o no lo es. No hay poesía visual, no hay poesía performática, no hay poesía concreta. La única poesía que cuenta es aquella que puede ser leída en voz alta frente al mar, frente al ruido de la rompiente, y que esté ahí casi en un susurro, en el oído de alguien que se está muriendo. Todas las demás discusiones son tonterías.
Dante coloca a los traidores en el círculo de “El infierno”. Además de traicionar a sus hermanos chilenos, ¿Pinochet y los generales que participaron en las desapariciones de la dictadura se traicionaron a sí mismos?
Toda traición es una traición a sí mismo. Buena pregunta, porque en realidad no puedes traicionar si antes no te traicionas tú.
MONTERREY, MARZO DE 2023
Decidí buscar a Raúl Zurita tras leer una entrevista que Sylvia Georgina Estrada incluye en su libro La casa abierta. Conversaciones con 30 poetas, cuya segunda edición fue editada por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) en 2021. Allí, el poeta afirma que México es parte de su infancia, pues la música de este país retumbaba en los barrios chilenos. La casa de estudios neoleonesa es la organizadora de la Feria Universitaria del Libro UANLeer, la cual tiene su sede en el Colegio Civil de Monterrey. En su edición de 2023, en colaboración con la Univesidad de Salamanca, la institución logró invitar a cuatro ganadores del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía, entre ellos Zurita. Este año es simbólico, pues se conmemora el cincuenta aniversario del golpe militar en Chile.
El maestro vive hoy en Santiago, en el barrio de Providencia. Llegó a 73 años de vida en enero y pasó ese día especial junto a su mujer y su gato Bob Dylan. Narra su último cumpleaños mientras personal de la Feria UANLeer le quita el micrófono tras grabarlo para una entrevista dentro del Aula Magna. Lo han sentado en un sillón gris sobre el escenario. Otra vez viste oscuro, con saco y sombrero. Raúl me mira encorvado, recargando la cabeza en su puño. Me dice que 73 es “un número terrible”.
Cuando recita un poema en vivo, a Raúl Zurita le interesa observar los rostros del público. Minutos antes se presentó frente a jóvenes universitarios. En los estudiantes percibió expectación, interés y sinceridad. Se dice conmovido. En otras ocasiones ha declarado que los rostros humanos tienen los tonos del desierto. Le pregunto si recuerda la propaganda política en las bardas de su barrio con la figura de Allende. Luego le muestro un pequeño libro en cuya solapa está una fotografía del expresidente chileno.
—¿Qué siente cuando ve este rostro?
—Me emociona muy profundo, muy profundo, es el rostro más querido por tantos chilenos. Fue un mártir, un tipo de una nobleza y visión que, gracias al último discurso que dijo, nunca se derrumbará una esperanza.
La poesía de Raúl Zurita trasciende la superficie del papel. En 1982 escribió el poema “La vida nueva” en el cielo de Nueva York (con estelas de aviones), y en 1993 excavó en tres kilómetros “Ni pena ni miedo” sobre el desierto de Atacama. Son sus poemas más públicos y más íntimos. También proyectó escribir sobre los acantilados de la costa norte de Chile. Durante la dictadura formó parte del Colectivo de Acciones de Arte (CADA) y participó en actos como Inversión de escena, donde en 1979 diez camiones lecheros fueron llevados al Museo de Bellas Artes de Santiago, como si fuese un desfile militar, y luego se desplegó un lienzo blanco sobre la fachada del recinto. Tal como menciona Zurita, la poesía no puede derribar a una dictadura, pero sin ella no habría esperanza para hacerlo.
—La poesía, para mí, es como la esperanza de aquello que no tiene ninguna esperanza. Es como el amor de lo que carece de amor y es como la única posibilidad de lo que no tiene ninguna posibilidad. En ese límite habita el arte.
¿Cuál es el sueño de Chile?
El gran sueño de Chile es una sociedad donde todos valgan lo mismo, y valgan lo mismo no por lo que tienen, sino por lo que son. Creo que es el gran sueño de Chile. Ese sueño se ha truncado tantas veces. En Latinoamérica se ha truncado tantas veces. Pero no digamos que es el sueño de todos, porque no lo es. Es el sueño marginado. Por eso el discurso de Salvador Allende se me hace maravilloso, porque recoge todo ese cúmulo de voces y lo expresa: “… de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”. Debido a que eso fue dicho, la historia del fascismo nunca estará completa.
Usted era prisionero cuando el discurso se transmitió en la radio, imagino que lo escuchó después.
Mucho tiempo después, casi un mes, no recuerdo exactamente. Me impresionó, me sobrecogió. Es un tipo que sabe que se va a morir, es impresionante.
El evangelista Lucas escribe: “Y yo les digo que si ellos callan, las piedras hablarán”. ¿Qué le dice que los paisajes, como el que rodeó a las víctimas de Pisagua, fueron los únicos testigos del horror de la dictadura?
Sobrecogedor. Los paisajes como testimonio son lo únicos que realmente acogieron a esos cuerpos, que tuvieron la bondad de la arena, de las olas y del mar para recoger esos restos. No fue la piedad humana, fue la piedad de los paisajes. Me hace pensar que son la única piedad, la única compasión que acogió a esos cuerpos. La poesía trata de enterrar a un muerto porque las sociedades no lo han hecho, porque no se han devuelto los cuerpos y eso es un horror.
Fueron aviones militares los que arrojaron bombas sobre La Moneda. Más tarde usted viajó a Nueva York y empleó cinco aviones para escribir en el cielo el poema “La vida nueva”.
Eso significa que el arte todavía tiene una posibilidad al menos remotísima para cambiar el mundo. Son los mismos aviones los que hacen todas esas cosas y si realmente se puede escribir un poema en el cielo es porque no todo está perdido. Tal vez no todo está perdido.
¿Cree que como el Comala de Pedro Páramo, Latinoamérica está llena de ecos y fantasmas?
Sí, porque está lleno de muertos sin sepultura, de cenotafios, de voces que deambulan sin saber a dónde llegan. Rulfo, entre otras cosas, fue magistral por eso. Comala es este mundo con sus pérdidas, con sus conversaciones truncas, con sus conversaciones tan infinitas.
La poesía no puede derribar a una dictadura, pero sin poesía no habría esperanza de derribarla.
Si no hay poesía significa que cualquier sueño, que cualquier esperanza murió. La poesía no puede derribar una dictadura ni cambiar los bombardeos. Se me viene una imagen tan conmovedora: un tipo que agarra la mano de un socorrista, de esa forma no lo deja solo, porque si lo deja solo él ya no se podía mover. Fue en la guerra de Ucrania.
¿Cuál es la gran esperanza de Latinoamérica?
Que algún día no estemos obligados a recordar, que se nos dé la generosidad del olvido.