Hurgar en el pasado es seductor puesto que, en realidad, no existe un tiempo más firme y plagado de mitos, ya que el futuro es como vapor de agua y del presente sólo se sabe que es pura infinitud. El "ahora" es un fantasma romántico al que se aspira porque es una emocionante punzada en el estómago, un perro inerte que mira desde algún rincón de la eternidad. He estado recordando mis tiempos de adolescencia como estudiante de la escuela militarizada en la que fui recluido por órdenes de mi padre. Los oficiales y directivos de aquella enorme mazmorra donde convivían cerca de mil cadetes tuvieron un extraño problema conmigo. Los que mandan y los que obedecen han sido formados con la misma sustancia. Y uno no llega a saber cuál de ellos llega a sernos más detestable: el que manda o el que obedece.
El extraño dilema al que me refiero es sencillo de expresar: la rebeldía nació en mí de una forma natural dentro de aquella escuela; ya se había presentado en algunas ocasiones durante mi niñez, aunque en esencia casi siempre fui un niño tímido. Y lo hizo a pesar de que fui golpeado hasta el cansancio, tanto por mis superiores como por los cadetes de mayor edad. Me miraban ahítos de extrañeza y desprecio. No obstante, se enfrentaron a un problema grave: yo poseía el promedio de calificación escolar más alto del colegio; por lo tanto el director, a quien nadie conocía, pues gobernaba desde su oficina, ordenaba un ascenso a mi persona cada año. Así las cosas, aquellos oficiales malandros tenían como obligación respetarme más y ofrecerme puestos a la altura de mi rango, en consecuencia, su veneno se concentraba y buscaban cualquier pretexto para suspenderme, castigarme e incluso enviarme a un calabozo que se hallaba a un lado de la cocina. No recuerdo qué me producía más asco; el olor de los alimentos o el de la humedad y rancio tufo a excremento de la celda. Es evidente que no duraba allí más que unas horas, debido a mi rango y calificaciones. A fin de cuentas, el respeto, tarde o temprano se transforma en odio, y los oficiales y un buen número de alumnos me lo confirmaban constantemente. Por suerte fueron mi arrogancia y temeridad las que insuflaron ánimos de defensa. Alguna vez el profesor de literatura hispanoamericana, arrastrado por un halo de justicia beatífico, decidió calificar a todos los alumnos con una B. De inmediato protesté, ante la queja de los más holgazanes que seguramente habrían reprobado, y exigí obtener el MB. La mirada azorada del maestro desembocó en una pregunta que lanzó iracundo "¿Y por qué no es solidario con sus compañeros? Una B es suficiente para ti"; exclamó el bruto. Mi arrogancia respondió: "Lo siento profesor, exijo tener MB porque no todos somos iguales y yo sé más de literatura que usted, que sólo sigue las páginas de un libro para dar clase". Es evidente que el palurdo profesor, que además ejercía como abogado, me dejó la B. Y si no me reprobó fue debido a mi entonces alto escalafón.
Tal vez he construido un mito o una narración exagerada, más podría jurar que así fue. Acaso mi incurable narcisismo continuará anclado en ese pasado del que obtenemos también nuestro impulso ético. ¿Qué otro paliativo tiene uno para sufrir en este presente eterno? Mostrarse rebelde ante la autoridad tiene mucho sentido cuando esta es dogmática y la consideramos injusta.
No pagues impuestos desmedidos, deja de pagar rentas abusivas, mantente lejos de los créditos inmorales o dañinos, descree de los políticos que afirman saberlo todo, pon en duda el poder del Estado cuando te explota; todo ello lo sugeriría H. D. Thoreau; más en su época todavía la metástasis urbana, el reinado de los automóviles, el abuso de la tecnología, las corporaciones transnacionales, las fisuras propias de las democracias actuales, la dictadura de la confusión que provocan las redes, no crecían. La rebeldía pura no existe y sólo tiene lugar en la acción o en un ir a la contra de algo. Y siempre tendremos motivos.