Por estos días, en los artículos de opinión se han abordado dos temas de manera predominante. Uno ha sido sobre el balance de seis años de gobierno de López Obrador. El otro, acerca de lo que se puede esperar de la administración que inicia de Claudia Sheinbaum. Sobre el primero de los señalados, fácilmente se puede contar un mayor número los que consideran que el presidente que se ha ido deja saldos negativos. Han sido tan abundantes estos textos, localizables aquí, allá y literalmente en todas partes, que no vale la pena repetir lo que se ha escrito y publicado en forma tan abrumadora.
En efecto, durante la última semana se ha convertido en una especie de deporte nacional ese tipo de ejercicio crítico. Que sólo es posible realizar cuando hay materia suficiente para ello. Y vaya que la hay. En el campo de la salud, en el terreno de la educación, en el ámbito de la seguridad pública y de la imparable violencia, sobre la demolición de instituciones de corte democrático, la corrupción galopante y un largo etcétera. No tiene sentido, pues, intentar un ejercicio más.
Respecto de la otra asignatura, es decir, a lo que se puede esperar de Sheinbaum ya en el ejercicio formal del cargo, la mayoría de los comentaristas se ha ocupado de entrever cuál podrá ser la relación de la nueva presidenta con su antecesor, mentor, protector y destapador (cuando la hizo corcholata): López Obrador.
Sobre el punto, parten los opinadores de una consideración: que por deberle toda su carrera y todo cuanto es a López Obrador, será para Sheinbaum muy cuesta arriba no atender, obedecer de ser el caso, todas las señales, insinuaciones, consignas u órdenes de plano que AMLO le comunique por cualquier vía, ya sea directa o sesgada. Se necesitará una gran fuerza de carácter, que parece no tener, para que Sheinbaum desobedezca a López Obrador.
A partir de la anterior premisa, cierta hasta ahora aunque sujeta a confirmación en el futuro inmediato, la conclusión a la que se llega es obvia: estamos ante el inicio de un nuevo maximato.
Como se sabe, en la política mexicana se da ese nombre, maximato, cuando por encima del presidente formal de la República hay alguien superior a él. Fue el caso de Plutarco Elías Calles, quien como expresidente y en su carácter de Jefe Máximo de la Revolución Mexicana (ahora -de presentarse idéntica situación- lo sería AMLO de la llamada cuarta transformación) tuvo bajo su férula y control, sucesivamente, como presidentes peleles a Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez. Hasta que Lázaro Cárdenas se lo sacudió.
Para más o menos darnos una idea acerca de qué tan lejos o qué tan cerca estamos de la implantación de un nuevo maximato, de entrada se debe tener presente lo expresado con toda precisión y detalle en una larga perorata por López Obrador, en la concentración que organizó el 1 de septiembre de 2023, para presentar su penúltimo "informe" de gobierno.
Dijo entonces AMLO con toda claridad que no cometería el mismo error de Cárdenas, al designar éste como sucesor a un moderado, Ávila Camacho, en lugar del ultra radical Francisco J. Múgica. Al decir esto, todo el mundo entendió que la designación de López Obrador recaería en Claudia Sheinbaum. En adición a lo anterior, el entonces presidente dio a entender (al buen entendedor…) que su corcholata preferida era garantía de fidelidad y obediencia.
Un dato de inicio, más que revelador, se registró en el mensaje de Sheinbaum en la sede del Congreso al asumir el cargo el pasado martes. Convocó a todos los mexicanos a la conciliación y a la unidad. Bien, desde el punto de vista retórico. Pero en los hechos, en esa misma jornada, la nueva presidenta exigió que en la comisión de bienvenida a la casa de los diputados, comisión de mero protocolo, no fuera incluida una sola legisladora de la oposición.
Actuó exactamente como bien conoce que en estos casos gusta a López Obrador: con infantilismo, descortesía y mezquindad. Este mimetismo extremo no augura nada bueno y es indicador de que el maximato no es remoto.