El técnico Lula, notó su intranquilidad y estaba preocupado. Llegó el gran partido.
Fueron noventa minutos intensos. Américo enfrentó dos veces mano a mano a Alberto y salió airoso con muchos apuros, pues su defensiva era traspasada por la velocidad y habilidad del maravilloso jugador. Hasta que llegó el alargue. En el intermedio, aquél estadio lleno a reventar se dio cuenta de que Américo se tocaba el pecho. El médico le dijo ¿es una taquicardia?. Tengo miedo, acertó a decirle. Todos lo tenían.
Vino Alberto quitándose gente y Loro Barbosa, el central tuvo que detenerlo con foul. Fue penal que todos protestaron. Ahí estaba la clave del partido. Si Américo se convertía en héroe o quedaba sellada la suerte del Paraíso. Eréndira vestida con la casaca del equipo, igual que su marido morían de angustia en su palco. Américo se colocó y Alberto estaba listo para ejecutar.
La gente, estaba atrapada en las capas de una cebolla. Se respiraba una atmósfera lírica y extraña. Agitó el arquero sus brazos, se persignó. Fue como el ritual de una despedida, porque antes de silbatazo, cayó Américo al piso con un infarto fulminante ante los ojos de millares. Primero hubo un grito de angustia, luego vinieron las lágrimas y algunos tibios aplausos cuando lo sacaron en camilla. América estaba muerto. Bien muerto.
Es claro, la pasión humana integra tanto la emoción como el padecimiento y está comprobado que el ego, el amor, la vanidad son lastres cuando la vida nos muestra lo que somos, realmente.