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Casinos, el anzuelo de la perdición; el testimonio de la ludopatía

La única apuesta segura es que la casa siempre gana

Casinos. (ARCHIVO)

Casinos. (ARCHIVO)

MARTÍN CHÁVEZ

El estrujante testimonio de Marina -la ludópata--, pone en evidencia que al ingresar por primera vez al casino, muchas veces significa obtener el boleto de entrada a la ruina, apostando por una vida de deudas, en un lugar donde el mejor truco es hacerte creer que tienes posibilidad, y donde la ruleta sigue girando y tú… sigues perdiendo, pero también soñando.

En efecto, los colores brillantes, las luces destellantes, y el sonido incesante de las máquinas te hacen creer que estás a solo un giro de cambiar tu vida. Lo que no sabes es que el giro cambiará tu vida, pero probablemente no para bien. Aquí, la única apuesta segura es que la casa siempre gana.

"Una amiga me invitó", recuerda Marina quien padeció siete años de "secuestro por la ludopatía", asistiendo y perdiendo en los casinos. El estar sola tanto tiempo en la casa fue una de las razones que me llevaron al casino, se justifica, y empecé con 200 pesos, de cinco a diez líneas, pero al poco tiempo ya no fue suficiente, admite.

Empecé a sacar mi dinero del cajero y después seguí con las tarjetas de crédito, "a saque y saque", y hasta me molestaba que me invitaran a fiestas y reuniones, pues yo quería estar en el casino, prefería estar sentada frente a la máquina, pensando en el mito... hoy si voy a ganar y me voy a recuperar.

Sin embargo, pasaban varias horas y cuando salía del casino, lo hacía insultándome hasta llegar a mi casa, donde me lanzaba a la cama para llorar y pedirle a Dios que me alejara de ese vicio, pues ya las tarjetas de crédito estaban al tope y cuando recibía mi pensión, sinceramente ya nomás la sacaba del cajero para llevarla al casino, convocada por esa vocecita interna "hoy es mi día de suerte", hasta después de perder 20 veces seguidas, me daba cuenta que no era cierto.

Entonces, cuando ya no podía usar las tarjetas de crédito, empecé a pedirle a mis amigos y familiares, tenía siete tarjetas de crédito y todas me las eché... me volví mentirosa, reconoce Marina. Mentía para decir donde andaba y mentía para conseguir los préstamos, con la consabida frase "al cabo ya sabes que yo no te quedo mal".

De tantas veces que iba al casino, había hecho amistad con dos jóvenes que ahí trabajaban, testigos de mi comportamiento, de todo lo que había perdido; sin embargo, yo seguía siendo millonaria en mis sueños, aunque ya estaba quebrada y sin amigos, en la vida real.

Era tal, --quiero pensar--, la lástima que les inspiraba a esos dos jóvenes, que en una ocasión que llegué, uno de ellos me dijo: "mire Marina, no debo hacer esto, porque yo aquí trabajo, pero le sugiero que hoy no entre, hoy las máquinas no van a dar" pero lo ignoré, pues ese día sí me tocaba ganar, sin tomar en cuenta el mito del golpe de suerte que es como un espejismo en el desierto: entre más te acercas, más lejos parece.

Después de que transcurrieron seis años y darme cuenta que ya con más frecuencia pasaba hasta doce horas en el casino, miré mi pasado, estaba en el buró de crédito, señalada ya como una mentirosa en la sociedad con la que convivía, la gente me había perdido la confianza.

"Yo la señora Marina, que se distinguía por pagar todo lo comprado de manera puntual, la cumplidora, respetable y muy estimada por mucha gente, había caído así".

Una vez llegué al casino y uno de los jóvenes me interceptó: "deme la mitad del dinero que trae señora Marina, para que no lo pierda todo, hoy las máquinas no van a dar, y sabe cuánto ha perdido usted desde la primera vez que entró al casino... 400 mil pesos", me dijo.

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