De ninguna manera pretendo erigirme en vocero del sector al que me referiré, pues conozco bien tanto la abundancia de mis limitaciones como la escasez de mis merecimientos.
Sin embargo, aunque esa población no está buscando representante, tengo la certeza casi total de que muchas personas en ella se han sentido profundamente ofendidas por la comparación de su oficio con el de algunos legisladores, símil evidentemente ofensivo para las primeras.
La comparación que abordaré, a propósito del tema de la mayoría parlamentaria y la compra de ideologías para engrosar franquicias en nombre "del pueblo" y en representación del cinismo superlativo, me lleva a recordar que, en ocasiones, aquello que satanizamos obedece más a malentendidos que a realidades.
Para intentar explicarme me remito a la experiencia que hace algunas décadas viví cuando, como bombero voluntario, acompañé en una madrugada a los bomberos de verdad en el combate de un incendio, que en la falda de un cerro saturado de monumentos a la pobreza acabó con una vivienda.
Afortunadamente, la vetusta máquina apagafuegos falló hasta que nos preparábamos para regresar a la estación tras sofocar el siniestro.
El capitán y el maquinista, excelentes como personas, bomberos y mecánicos diagnosticaron pronto el problema e idearon su solución: un trasplante de marcha. En el taller de la central estaba en reparación una máquina con un sistema de arranque compatible, por lo que sólo había que ir por él para separarlo y luego insertarlo en la unidad varada en el sitio de la conflagración. Mientras unos policías los trasladaron para recoger la pieza, el resto de los bomberos nos quedamos custodiando la casa dañada y la unidad descompuesta (hasta la fecha me pregunto quién hubiera querido, y podido, llevársela).
Cerca de las cinco de la mañana, los vulcanos convertidos temporalmente en custodios, observamos subir a dos damas de edad madura por la pronunciada pendiente en la que nos encontrábamos. Llevaban en las manos zapatos plateados de tacones altos, desafiaban estoicas las piedras del camino sin pavimentar y lucían estrechos y cortos vestidos con brillo venido a menos.
"Buenos días, señoritas", les dijo en un tono más galante que acosador uno de los bomberos cuando pasaron frente a nosotros. Sin perturbarse, ambas detuvieron su penoso escalar y, tal vez sintiéndose protegidas, mientras descansaban nos platicaron acerca de lo prolongado de su jornada laboral y del distante lugar donde laboraban y desde el que venían caminando.
En un singular ambiente de empatía entre gente trabajadora, una de ellas nos confió su preocupación por el intento de ataque que sufrió el día anterior su hija quinceañera, con quien vivía en un cuarto localizado en la parte más alta del cerro. Poco antes de despedirse, nos pidieron permiso para llevarse las láminas del techo de la vivienda siniestrada, que dobladas por el fuego estaban sobre la banqueta. Ambas comprendieron nuestra negativa y continuaron su ascenso.
Poco después de las seis de la mañana, cuando la máquina volvió a circular y descendió por la pronunciada pendiente, descubrimos a las dos mujeres, quienes desmaquilladas, ataviadas con largas batas que presentaban huellas de uso frecuente y calzando chanclas igualmente muy usadas, estaban formadas afuera de un establecimiento de leche subsidiada. Ni el sueño ni el cansancio hacían mella en su ánimo de proveedoras de sus hogares.
Mientras nos alejábamos viajando en el estribo trasero de la máquina, coincidimos en lo equivocado que era aplicar la palabra "puta" para ofender o despreciar a una persona.
Tildar a alguien como "prostituta" o "prostituto" apenas se justifica para quien tasa sus ideas y defrauda la confianza que se le deposita.
