Ninfeta se había educado en colegio de monjas. Además era asidua concurrente a ejercicios espirituales, retiros y otras diversas devociones. Se casó, y vino a suceder que le gustó bastante el acto que acompaña al matrimonio y que de consuno prescriben para los casados el derecho canónico y la legislación civil. Y es que su joven esposo dominaba las artes amatorias, pues antes de rendir la cerviz al dulce yugo de himeneo corrió bastante mundo, y adquirió en él numerosas destrezas de colchón. “¡Qué rico es esto! -comentó extática Ninfeta una de aquellas noches-. ¡Es tan sabroso que seguramente es pecado!”. (No lo es, Ninfeta. Estás casada ya, y por tanto puedes hacer eso sin tomar agua bendita, como antes decían los eclesiásticos para autorizar una acción que, se pensaba, podía ser pecaminosa y en verdad no lo era. V.gr. “Padre: me caso la próxima semana. ¿Puedo permitirle a mi novio que me bese la mano?”. “Sí, hija. Eso puedes hacerlo sin tomar agua bendita”. Ramón López Velarde escribió bellamente acerca de los “noviazgos de muchachas / frescas y humildes como humildes coles, / y que la mano dan tras el postigo / a la luz de dramáticos faroles.”). Doña Frustracia le comentó a su vecina: “Mi marido se parece a mi plancha vieja. Tarda en calentarse, se enfría rápidamente y ya se le acabó la resistencia”. Los filósofos modernos son poco citables, por abstrusos, difusos y confusos, con excepción quizá de Bertrand Russell y algún otro, pero a un filósofo de la Grecia antigua alguien le preguntó: “¿A qué edad debe casarse el hombre?”. Respondió: “Los jóvenes todavía no. Los viejos ya no”. Don Cucurulo llevaba encima una buena carga de almanaques cuando contrajo matrimonio con Chilola -Isidora era el nombre que le impusieron en la pila bautismal-, mujer que andaría por los 30 años, pero muy bien aprovechados, pues era dueña de una enhiesta y elevada proa y una ancha y poderosa popa como las de La Real, que tal era el nombre de la galera a bordo de la cual don Juan de Austria combatió en la batalla de Lepanto, “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros”, como la calificó Cervantes. Ahí el autor del Quijote se ganó el título de “El manco de Lepanto”, porque recibió un arcabuzazo en el brazo izquierdo, y aunque no lo perdió le quedó sin movimiento. Gran mérito es que con una sola mano haya escrito su inmortal novela acerca del hidalgo de la Mancha. Pero advierto que me he alejado del relato al que ni siquiera he dado aún principio, el de las bodas del provecto don Cucurulo con Chilola, mujer joven y bien avituallada por el norte y por el sur. A lo que voy es a decir que alguien le preguntó a uno de los hijos del añoso galán, que era ya viudo cuando tomó estado por segunda vez: “¿Cómo les fue con el casamiento de tu padre?”. “Batallamos un poco con él -respondió el hijo-. Se necesitaron dos hombres para subirlo a la cama al principiar la noche de bodas, y ocho para sacarlo de ella al día siguiente”. El marido le dijo a su esposa: “Vamos a comer”. Ella se apresuró hacia la recámara al tiempo que se desabrochaba la blusa. “No te hagas la sorda -la recriminó el sujeto-. Otra vez no hiciste la comida, ¿verdad?”. En relación con el debate de hoy tengo varias peticiones. A Xóchitl Gálvez le pido que sea más Xóchitl Gálvez. A Claudia Sheinbaum, que sea menos López Obrador. Y al sobrero Jorge Álvarez Máynez, el esquirolito del esquirol naranja, le pido que se retire de la contienda, pues su presencia en ella fortalece a la candidata de AMLO, y de ese modo causa daño a México. Aún es tiempo. FIN.