En la playa don Chinguetas siguió con la mirada a una guapa chica cuyos muníficos encantos se cubrían apenas con un brevísimo bikini de dos piezas, siendo que debía cubrir cinco. Doña Macalota, la esposa del mirón, le preguntó encrespada: "¿Qué tiene ella que no tenga yo?". "Tiene lo mismo -repuso don Chinguetas-. Pero tú lo has tenido 30 años más". La palabra "culero", término de plebe, es un mexicanismo que quiere decir miedoso. En el Bar Ahúnda un ebrio se plantó en medio del atestado local, y dirigiéndose a la nutrida concurrencia proclamó con estentórea voz: "¡Todos los que están aquí son unos culeros!". Se levantó de su mesa un hombrón de estatura gigantea, torosos músculos y puños como bigornia de herrador. "Yo no soy ningún culero" -le espetó al insolente. Y así diciendo le propinó un mamporro que hizo caer por tierra al lenguaraz echando sangre por los nueve orificios naturales de su cuerpo. "Bueno -se consoló el caído-. Me equivoqué nomás por uno". Don Panprino se postuló como candidato a alcalde de su pueblo. En la elección sacó dos votos. Su mujer le reclamó: "A mí no me engañas. Tú tienes una querida". (En la elección del pasado domingo la candidata a alcaldesa de cierto municipio de Coahuila obtuvo ¡un voto! Lo bueno del caso es que no pidió que se contaran voto por voto y casilla por casilla). El arte de la ventriloquía está casi olvidado. Mi niñez se asombró y rio con dos ventrílocuos supereminentes. El primero fue Paco Miller, cuyo pugnaz muñeco, don Roque, decía a cada paso: "Le rajo la cara a cualquiera", y que seguía hablando desde adentro de la maleta en que don Paco lo metía, apenado por las balandronadas del cejudo bravucón. El otro gran ventrílocuo fue Ventura Cantú, regiomontano, a quien le oí el primer chiste picaresco que escuché en mi vida, sin entenderlo, claro, pero que celebré porque lo celebraron todos. Era un diálogo por teléfono espacial entre un marciano y un terrícola. Le preguntaba éste al alienígena: "¿Cuántos ojos tienen ustedes?". "Dos". "Qué coincidencia. Nosotros también. ¿Cuántas orejas tienen?". "Dos". "Qué coincidencia. Nosotros también". Preguntaba luego el de la Tierra: "Y ¿qué les pasa a ustedes con los años?". Respondía el marciano: "Se nos dobla la antenita". Y el terrícola: "Qué coincidencia. A nosotros también". Carcajada general y aplausos. Niño yo, reía y aplaudía sin entender. Ahora tampoco entiendo muchas cosas, pero ya no río ni aplaudo. Todo esto viene a cuento por un cuento quizás irreverente. Según el relato bíblico, Abraham iba a degollar a su hijo Isaac porque así se lo ordenó Yahvé para que le probara su fidelidad. Obedeció el atribulado padre, pero en el momento en que iba a cortarle el cuello al pobre chico oyó la voz de un ángel que le indicó que en su lugar sacrificara a un cordero que se había enredado en una zarza. "Misericordia del Señor" -le comentó después a Isaac uno de sus amigos. "Misericordia madre -replicó el muchacho, hosco-. Si no hubiera estudiado ventriloquía me habría cargado la chingada". (El nombre Isaac, dicho sea entre paréntesis, significa "reirá", o "el que hará reír"). En el hospital de zona aconteció algo insólito. El paciente que estaba a punto de ser intervenido saltó de la mesa de operaciones y salió a todo correr del quirófano. Su esposa, que esperaba afuera, le preguntó asustada: "¿Por qué escapaste así?". Explicó el hombre: "La enfermera dijo: 'No esté nervioso. Tranquilícese. Todo va a salir bien. Deje de temblar'". Comentó la esposa: "Debiste agradecerle sus palabras. Estaba tratando de calmarte". Repuso el marido: "No me lo dijo a mí. Se lo decía al cirujano". FIN.