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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

Todo tiene explicación, menos lo inexplicable. El amor, por ejemplo, o ese misterio al que llamamos Dios. O el Ulises de Joyce, para el caso. Me explico que López Obrador no quiera viajar en avión de línea, ni ir a los aeropuertos. Teme ser abucheado y confrontado por la gente, como ya lo ha sido. Por eso dejó de usar jets comerciales. Pero no hay problema. Es dueño de las Fuerzas Armadas, y éstas disponen de aviones militares que de seguro estarán a disposición del ex (no tan ex) presidente. El gasto correrá por cuenta, si no del pueblo bueno y sabio, sí de los mexicanos que pagamos impuestos. AMLO podrá ir a la Ciudad de México cuantas veces se le antoje, y de gorra, esto es decir de gratis. López anunció que se retiraría a su rancho, y que sólo iría a la Capital si la señora Sheinbaum lo llamaba. Sabemos, sin embargo, que AMLO es de los que dicen “sí pero no” y “no pero sí”, de modo que no le creemos ni el Bendito, expresión de antes. Se va pero se queda. Ya lo estamos viendo. Y lo veremos después con claridad mayor. “¡Damas y caballeros! -decía el anuncio del club nudista Adaneva-. ¡Vengan aquí a ventilar sus diferencias!”. En el jardín del club uno de los socios le dijo en arrebato de emoción a una bella chica: “¡Te amo, Corita! ¡Te amo!”. Replicó ella: “Por lo que estoy viendo, solamente me deseas”. Don Cucurulo era señor chapado a la antigua. A pesar del cambio de los tiempos aún vestía chaqué y pantalón a rayas, y se cubría la cabeza con bombín. Usaba palabras interjectivas como “¡Caracoles!” y “¡Recórcholis!”, y sostenía que el que suda vence toda enfermedad. Una tarde invitó a merendar en su casa a la señorita Himenia, célibe de 39 años (los mismos desde hacía 10). Puso ante ella una charola con piononos, pastelillos a modo de piscolabis, y seguidamente le preguntó: “¿Me permite, amiga mía, servirle una copita de coñac?”. La visitante declinó el ofrecimiento: “No, porque luego se me sube”. “¡Señorita! -protestó don Cucurulo con ofendida dignidad-. ¡Soy un caballero!”. Doña Golona enviudó, lo cual le dio ocasión de comprarse cinco o seis vestidos de gran luto. Poco le duró la pena, pues a los dos meses de su viudedad se le vio muy amartelada con un forastero recién llegado al pueblo, hombre elegante, bien parecido, alto, delgado y de cabello cano, que mostraba un cierto parecido con el actor de cine Vincent Price. La viuda era feligresa del padre Arsilio, y tenía sobrados bienes de fortuna que el difunto le dejó. Así, le pidió consejo al sacerdote. Le dijo que el fuereño le propuso matrimonio al tercer día de conocerla. ¿Debía aceptar su proposición? El padre Arsilio había recabado informes acerca del desconocido, y supo que era un braguetero, con perdón sea dicho. Ese término plebeo se aplica entre nosotros al hombre que busca a una mujer sin más interés que el pecuniario. Por tanto, le dijo a su parroquiana: “Contraer un nuevo matrimonio es decisión muy importante. Medítela”. Declaró doña Golona: “Ya me la medí, señor cura, y me quedó muy bien”. (No le entendí). Conocemos sobradamente a don Chinguetas. Es un marido tarambana, proclive a devaneos y cuchipandas. Uno de sus lemas era: “Lo único que nos llevamos de este mundo es lo comido y lo con ge”. Una tarde su esposa, doña Macalota, llegó de un viaje antes de lo esperado y sorprendió a su casquivano esposo en el lecho conyugal acompañado por una guapa morena de cabellera bruna, cuerpo de tentación y ojazos negros que don Chinguetas no le había visto aún. Antes de que la estupefacta señora pudiera articular palabra le dijo su lascivo cónyuge: “Recuerda, Macalota, que cuando me jubilé me aconsejaste que me buscara un hobbie”. FIN.

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