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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

Creo haber presenciado como espectador casual una de las primeras manifestaciones del orgullo gay en la Ciudad de México. Debe haber sido a fines de los años cincuenta del pasado siglo, y tuvo lugar en el Hemiciclo a Juárez, en presencia de unos 200 asistentes, valerosos todos, pues en aquel tiempo la homofobia llegaba a extremos de violencia general. Era de tarde, cercana ya la noche, y un orador estaba diciendo su mensaje cuando de súbito cayó uno de esos fuertes chaparrones que suelen abatirse sobre la Capital. Tan intenso fue el aguacero que los presentes corrieron a guarecerse bajo las marquesinas de las tiendas en la Avenida Juárez. Les gritó un borrachito que estaba ahí de curioso: “¡No corran! ¡No sean jotos!”. Desde entonces, afortunadamente, hemos adelantado mucho tanto en las muestras del orgullo gay como en el respeto a la preferencia sexual de las personas. Me alegró enterarme de la enorme cantidad de participantes en el desfile de la Ciudad de México y en otras del país, y aplaudí en la mía a la gasolinera que a todo lo largo del mes de junio puso la bandera del arco iris en sus instalaciones. Desde mi condición de heterosexual -eso me tocó ser, igual que pudo haberme tocado ser homosexualhe sido constante defensor de los derechos de la comunidad LGTB etcétera, y he denunciado todas las formas de discriminación contra sus integrantes. Creo que cada quien debe poder ejercitar su sexualidad en forma libre, sin más condición que la de ejercerla responsablemente, en forma consensuada, con respeto a la libertad ajena y sin dañarse a sí mismo ni hacer daño a los demás. Eso excluye de raíz la terrible infamia conocida como pederastia, ejemplo vil de la degradación humana, lo mismo que crímenes como la violación o el abuso sexual de cualquier tipo. Celebremos entonces los avances que en nuestro país se han hecho en el campo de la diversidad, y sigamos luchando contra cualquier clase de violencia de género o discriminación por sexo. Eso nos hará mejores seres humanos y nos alejará de una de las más feas maneras de estupidez que existen: la maldad. Un tipo le preguntó a otro: “¿Qué has sabido de aquella pareja de novios amigos nuestros, Verolino y Tafilita?”. Le informó el otro: “Se acaban de separar”. “¿Cómo?” -se condolió el primero-. “Sí -confirmó el amigo-. Regresaron de su luna de miel”. El granjero consultó al veterinario: “De un tiempo acá mis gallinas están poniendo huevos marcados con los aros olímpicos. ¿Se deberá eso a la cercanía de la Olimpiada de París?”. Ponderó el albéitar: “Creo que más bien se debe a que su gallo tiene pie de atleta”. Babalucas le contó a un amigo: “Hice un viaje a Monterrey”. Le preguntó el amigo: “¿Y cómo encontraste el clima?”. Respondió el tonto roque: “Bajé del autobús y ahí estaba”. Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, llegó a su casa a las 7.05 de la tarde, cuando su hora de llegada era a las 7. La señora lo recibió con acrimonia: “¿Cuántas veces te he dicho que no debes llegar tarde?”. “Perdóname, querida -se disculpó, manso y humilde, el buen señor-. Ignoraba que debía llevar la cuenta”. Cucoldo abrió el clóset de la alcoba y vio en el interior a un individuo sin otra cobertura que un asperges de la tradicional loción llamada Jockey Club. Se volvió hacia su esposa, que estaba en el lecho conyugal igualmente desprovista de atavíos, y le hizo una pregunta por demás superflua: “¿Qué significa esto?”. Respondió la señora en son de queja: “Tú tienes en el clóset tus palos de golf, tu raqueta de tenis y tu bola de boliche. ¿Y yo no puedo tener nada?”... FIN.

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