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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

Siento una extraña fascinación por la Segunda Guerra, de la cual se ha dicho que fue la última guerra buena que en el mundo ha sido, si es que alguna buena guerra puede haber. El terrible conflicto forma parte de mis recuerdos infantiles. Estaba yo en primer año de primaria, y don Hipólito Arizpe, papá de mi compañerito Miguel Ángel, nos aleccionaba: “Hagan la tarea, porque a los niños que no la hacen se los lleva un hombre malo que se llama Hitler”. Me parece que fue mañana cuando llegué con mi padre a la casa del abuelo. En la cocina estaban los tíos con el periódico del día y la noticia en grandes caracteres: “Hitler se suicidó”. Pensé que ya no tendría que hacer la tarea. El papá de mis pequeños vecinos, Rodolfo y Carmelita Fernández, nacionalizado norteamericano, fue combatiente en el Pacífico, y murió en Guadalcanal. Una compañía de marines trajo el cuerpo hasta Saltillo a fin de darle sepultura en su ciudad natal. A todos nos impresionó el cortejo fúnebre, con el ataúd en un armón de guerra, el féretro cubierto con las banderas de México y Estados Unidos y escoltado por militares de alta estatura y rubios en uniforme de gran gala. Memorias son ésas que permanecen para siempre en la memoria. He leído que cuando un GI -government issue, suministro del gobierno-, soldado del ejército americano, especialmente de infantería, recibía una herida que no lo mutilaba ni lo dejaba desfigurado o impedido, pero que lo incapacitaba para seguir combatiendo, sus compañeros decían que su herida era a million dollar wound, o sea una herida de un millón de dólares, pues por ella el herido era enviado de regreso a su casa, lejos ya de los peligros de la guerra. Pues bien: Donald Trump recibió a multibillion dollar wound. La bala que le hirió levemente la oreja lo llevará a la Casa Blanca. Y es que, lo que sea de cada quién, el hombre se mostró sereno y dueño de sí mismo en el curso del acontecimiento. Sus partidarios lo considerarán un héroe, y los demócratas no podrán menos que compararlo con el decaído y vacilante Biden. No sé si en presencia de un caso como éste, que pudo devenir en una tragedia de inmensas proporciones, quepa un rasgo de humor para ilustrar los eventuales efectos de lo sucedido, pero conozco un cuentecillo que servirá a ese propósito. El señor cura don Arsilio tenía un periquito, y uno de sus feligreses, de nombre Tenacio Temoso, le pidió que se lo regalara. El buen sacerdote estaba encariñado con el cotorrito, y no obsequió el deseo del solicitante. Insistió el tal Temoso, y don Arsilio reiteró su negativa. No se dio por vencido el tozudo tipo. Una y otra vez iba ante el cura y le rogaba que le diera el periquito. El presbítero le decía que no, y que no, y que no, y Tenacio volvía a hacer la petición. Se colaba en el confesonario cuando el padre Arsilio estaba impartiendo el sacramento de la reconciliación y le decía: “El periquito, padre”. Cuando el párroco se hallaba oficiando misa le mostraba el índice curvado, como el pico del loro, para volvérselo a pedir. Abreviaré la historia. Tanto terqueó el individuo que el sacerdote se rindió por fin y le regaló el perico. Días después una linda muchacha fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “He conservado mi virtud y mi honra, padre, pero un hombre me las está pidiendo la honra y la virtud, quiero decir-, y vengo a que me aconseje qué debo hacer”. Le preguntó el sacerdote: “¿Quién es ese hombre?”. Respondió la chica: “Se llama Tenacio Temoso”. “Hija mía -suspiró el padre Arsilio-. Date por cogida”. Mutatis mutandis, o sea cambiando lo que hay que cambiar, Joe Biden debe darse por perdido. FIN.

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