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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

El cuento que abre hoy el telón de esta columna es un más propio de chafalditeros que de personas de razón. Quienes la tengan harían bien en evitar su lectura... La nueva mucama de la casa venía de un pequeño pueblo campesino. Al hacer la limpieza halló un condón desenrollado. “¿Qué es esto?” -le preguntó, recelosa, a su patrona.

La señora le respondió: “¿Qué en tu pueblo no hacen el amor?”. “Sí lo hacemos -respondió la muchacha-, pero no hasta despellejar al pelao”... El humor político tiene una rica tradición en México. Desde los tiempos de la mal llamada Colonia los criollos sabían zaherir con ingeniosas burletas a los virreyes venidos de ultramar. “A pie y a caballo nadie te gana” -le dijeron al marqués de Branciforte. Con eso aludían a sus enormes pies y a su corta inteligencia, pero el tonto se puso muy ufano con la frase, pues la entendió referida a su gracia para caminar y montar a caballo.

Otro virrey, Marquina, ordenó construir una fuente en un sitio donde no había agua. Eso fue causa de que la fuente acabara en urinario público. Un anónimo pasquinero le espetó al virrey esta cuarteta lapidaria: “Para perpetua memoria / nos dejó el virrey Marquina / una fuente en que se orina... / y ahí se acabó la historia”. Son famosos los dicterios políticos de José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, y los desahogos de “El Hijo del Ahuizote” y “El Gallo Pitagórico”. Renombrados también fueron los grabados políticos, llenos de genio e ingenio, de José Guadalupe Posada.

Los epigramas de don José Elizondo se recuerdan aún. Joyas de humor y de talento se consideran las espléndidas caricaturas que dibujaron García Cabral, Guasp, Audiffred, Bismarck Mier, Abel Quezada y muchos más. Se diría que los mexicanos tenemos el humor como única arma para oponerla a quienes nos lastiman con sus ineptitudes y sus corrupciones. Desastres van, calamidades vienen, y a ellas hace frente el mexicano con su buen humor. Alguien lo dijo ya: ante una tragedia los argentinos hacen un tango, y nosotros los mexicanos hacemos un chiste.

Eso no es evasión. Es confrontación. Se iba a casar Pitoncio. La víspera de sus bodas su madre le dio un consejo muy prudente. Su novia Dulcilí, le dijo, era muchacha ingenua e inocente que no sabía nada acerca de la vida. Debía él, por lo tanto, portarse en la noche nupcial con gran delicadeza, de modo de no sobresaltarla ni lastimar su pudor y candidez. Dicho de otra manera, debía consumar el matrimonio con tacto, ternura y suavidad. Y aun con el tacto, añadio la señora, debía tener cuidado. Así pues, llegado el momento del connubio, Pitoncio refrenó sus naturales ímpetus y puso coto a su rijosidad.

En vez de hacer como unos, que al son del vulgar dicho: “¡A lo que te truje, Chencha!”, se lanzan como vikingos sobre su dama, Pitoncio le dijo con mesura a Dulcilí: “Voy a hacer algo que quizá te asuste”. 

Y procedió luego, con exquisita ponderación, a hacer lo que tenía que hacer. Una vez más repitió la amorosa demostración, y descansó. (Tres veces más al menos la habría repetido si hubiese sido orginario de Saltillo, pues las mirífica aguas de esa hermosa ciudad tienen ciertas virtudes que dan a los varones una energía inmensurable. Pero Pitoncio no había nacido ahí, de modo que sólo pudo oferecer un bis). Dulcilí era inexperta, ciertamente, pero arte no quita naturaleza, y a pesar de su impericia la muchacha era algo calentona, según ahí se manifestó. Le pidió con vehemencia a su agotado maridito: “¡Por favor, Pitoncio, asústame otra vez!”. Reunió sus menguadas fuerzas el muchacho y dijo con voz que apenas se escuchó: “¡Bú!”...

FIN.

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