Rosibel y Susiflor, lindas muchachas, viajaban en autobús de pasajeros. Era de noche ya, y en la oscuridad del vehículo entablaron conversación en voz baja sobre un tema delicado. Susiflor le preguntó a su compañera: “¿Lo harías por 50 mil pesos?”. “Claro que sí -contestó Rosibel-. ¡Lo que podría yo comprarme con esa cantidad!”. “Y por 25 mil pesos ¿lo harías también? “. “Sí”. “¿Y por 10 mil?”. En eso se oyó en las sombras la voz de un pasajero: “Cuando lleguen a 200 pesos me despiertan”. Los guardianes de los cementerios están acostumbrados a ver cosas extrañas. No por parte de los muertos, que son en general de naturaleza pacífica, sino de los vivos, capaces de todas las rarezas Al cuidador de cierto panteón le intrigó observar a una mujer que pasaba repetidas veces sobre una tumba un ventilador portátil. Le preguntó por qué hacía eso. Respondió ella: “En su lecho de muerte mi difunto esposo me hizo jurarle que para tener otro hombre esperaría al menos a que se enfriara su cadáver”. (¡Descocada viuda! No atendió la admonición virgiliana: Parce sepulto. Deja en paz al muerto). La señora no estaba ya en la primavera de la vida. Se encontraba más bien a fines del verano. Aun así gustaba de lucir sus prominencias, por lo cual se compró un vestido de esos que por arriba se ve hasta abajo y por abajo se ve hasta arriba. Se lo puso para salir y le preguntó a su esposo: “¿Se me ve el fondo?”. “Sí -respondió él-. De todo”. La frase “tener tente” equivale a tener límite. Pues bien: tratándose de faldas don Chinguetas no tenía tente. Sólo se abstenía de las que usan los escoceses. En lo relativo a las demás agarraba parejo, como suele decirse. Habría hecho suya la jactanciosa baladronada del Tenorio: “Desde una princesa real / a la hija de un pescador / ha recorrido mi amor / toda la escala social” de no ser porque vivía en una república, y además lejos del mar. Una noche su esposa lo sorprendió en ceñido episodio de erotismo con una ardiente pelirroja que tenía cierto parecido con Maureen O’Hara, celebrada actriz del cinematógrafo hollywoodense. “¡Chinguetas! -le gritó furiosa-. ¿Qué haces con esa suripanta cabeza de cerillo?” Pregunta ociosa: muy a la vista se hallaba la respuesta. Respondió el desfachatado follador: “Qué lástima que me interrumpiste, Macalota. Me estaba haciendo la ilusión de que eras tú”. El relato que sigue, posiblemente apócrifo, es inurbano y de dudoso gusto. Contiene la historia de Pancho, cazador mexicano de leones en las planicies de África. Las pieles de las fieras que cazaba eran muy apreciadas, pues no llevaban el agujero que la bala deja en esos trofeos tan buscados. Cierto día lo contrató un millonario norteamericano que deseaba una de esas pieles para tenderla como alfombra en su oficina y hacer alarde de ella diciendo que él había casado al león. Pancho aceptó conseguirle el trofeo a cambio de una buena cantidad de dólares que pensaba cambiar en México antes de que esa moneda se pusiera a 30 pesos por dólar. En compañía de su cliente fue a buscar al león. Lo único que llevaba Pancho era una bolsa grande con pinole, sabrosa golosina hecha con polvo fino de maíz aderezado con canela, y una escoba. Llegados al lugar por donde la fiera merodeaba Pancho puso el pinole en el suelo y se escondió tras un árbol con su cliente. Llegó el león y curioso fue a oliscar el pinole. Pancho llegó por atrás y le introdujo el cabo de la escoba en parte que hizo que el león aspirara con fuerza: “¡Hiiii!”. Al hacerlo aspiró el pinole y se atragantó, con lo cual se le acabó la vida. Y con lo cual termina también este relato. FIN.