“Mi mamá ya no tiene alma”. Esa insólita declaración hizo el niñito en la cena familiar. Su papá le preguntó, extrañado: “¿Por qué dices eso?”. Explicó el pequeño: “Cuando llegaste anoche de tu viaje un hombre saltó por la ventana de la recámara, y mi mamá dijo: ‘Adiós, mi alma’”. Una mujer acudió a la consulta de la doctora Divanana, siquiatra de prestigio, y le dijo: “Mi marido ya no me excita”. “Tráigalo” -le pidió la célebre analista. Al día siguiente llegó la señora con su esposo. “Desnúdese” -le ordenó la doctora al individuo. El hombre, aturrullado, obedeció. La siquiatra lo miró atentamente, le dio una vuelta para verlo por atrás y luego le informó a la señora: “No tiene usted nada. A mí tampoco me excita”. Mariana, mi nieta adorada, hermosa en lo interno y en lo externo, es nutrióloga de profesión. Me reprocha que coma carne roja casi todos los días, lo cual hago con particular deleite desde que era niño. Tendría yo 3 años de edad, o a lo más 4, cuando en su casa mis tías me invitaron: “Quédate a comer, Armandito”. Les pregunté: “¿Hay caine?”. Soy carnívoro, lo confieso sin rubores aunque sé que Mariana tiene razón en prevenirme acerca de los riesgos de tal hábito. Pero muy bien decía mi abuelo, papá Chema, al negarse a seguir las indicaciones del médico que le prohibía comer los recios condumios de la tierra porque eso podía acortarle la vida: “Más vale un año de chiles rellenos que no dos de atole blanco”. Así, cometo sin remordimientos el único pecado de la carne que a mis años se puede cometer: el de comerla. Aprendí desde temprano a gozar la buena mesa, pues intuí que la gula sería el último pecado de la carne en que podría incurrir. Desde luego disfruto también con deleite los dones del mar, pescados y mariscos. Soy asiduo comensal de “Los Arcos”, espléndido lugar de Monterrey cuya cocina de calidad y servicio amable y eficiente lo hacen ser el restorán de su tipo más concurrido en la ciudad. La carne, sin embargo, es mi talón de Aquiles, si me es permitida esa pedestre alusión clásica. Vasconcelos, hombre apasionado que gustó de otro tipo de carne, dijo alguna vez que el norte de la República es el reino de los bárbaros de la carne asada. Acostumbrado a los sápidos manjares de Oaxaca, comer la carne sin otro aderezo que el de la sal le parecía cosa de gente sin cultura. Es que nunca probó un jugoso y tierno corte de carne de Chihuahua, Sonora o Coahuila, mi natal estado, donde asar carne es un rito cuasi religioso, y donde comerla es inveterata consuetudo, o sea costumbre inveterada. No supo tampoco el gran Ulises criollo de la existencia en el norte de platillos como la fritada de cabrito, de la cual dijo don José Alvarado que es vianda más barroca que el más complicado mole oaxaqueño. Pero vuelvo a la carne asada. En cierta ocasión fui a perorar en Hermosillo, y por razón de horario decidí comer en el restaurante del hotel. Cuando entré, un parroquiano que ya estaba ahí me reconoció y me invitó a su mesa. Acepté porque yo también lo reconocí a él. Cuando me disponía a ordenar mi comida me sugirió: “Te recomiendo un corte de carne sabrosísimo, que es muy de aquí. Se llama cabrería”. Disfruté entonces por primera vez esa exquisitez sonorense. Quien me aconsejó que la probara era Édgar Vivar, el entrañable señor Barriga de la vecindad del Chavo. Todo esto viene a cuento por la nota que leí en Reforma según la cual el senador Fernández Noroña, que hacía el viaje en jet de Hermosillo a la Ciudad de México, sufrió en el avión el robo de un paquete de carne de Sonora. Acerca de ese inusitado latrocinio lo único que puedo decir es que el ladrón que lo cometió tiene 100 años de perdón. FIN.