Seamos indiscretos y entremos sin llamar en la recámara de lord Prick. Está en traje de Adán, o sea sin ropa alguna en el lecho conyugal, y lo acompañan ahí, igualmente desvestidas, cuatro alegres y lindas damiselas pertenecientes al servicio de la casa: la mucama, la ayudante de cocina, la planchadora y la despensera. Milord, al vernos, exclama, feliz: “¡Y pensar que antes de salir de viaje mi mujer me dijo que estaba segura de que no sabría yo manejar a la servidumbre!”. El médico le aconsejó a Don Chinguetas: “Lo mejor para usted es dejar de fumar, dejar de beber, dejar de desvelarse con amigos y dejar de andar con mujeres”. Después de ponderar por unos instantes la recomendación del facultativo inquirió don Chinguetas: “¿Y qué es lo segundo mejor?”. “No me convenzo de que ya somos marido y mujer” -declaró en la suite nupcial la flamante desposada. Le dijo su galán: “Espera nada más a que desatore este maldito zipper de mi pantalón y procederé a convencerte”. Clodoveo riñó con su novia, y la chica dio por terminada la relación. A consecuencia del brusco rompimiento el desdichado joven perdió el sueño. Las noches se le iban de claro en claro y los días de turbio en turbio; a ninguna hora podía dormir. Acudió a la consulta de un médico especializado en trastornos del sueño, y aunque el doctor llegó tarde al consultorio, pues la noche anterior había dormido mal, le prescribió a Clodoveo un tratamiento de auto-hipnosis: ya en la cama, y con la habitación a oscuras, debía ir diciendo: “Cabeza, duérmete. Brazos, duérmanse. Piernas y pies, duérmanse.”. Y así cada parte de su cuerpo. El método dio resultado: todos sus miembros entraron en un suave sopor, y él mismo comenzó a adormecerse. En eso -¡oh, milagros del corazón!se abrió la puerta de la alcoba y apareció la novia, que venía a reconciliarse con su enamorado. La vio él, y dirigiéndose a su aletargada anatomía exclamó con apurado acento: “¡Arriba todos! ¡Arriba!”. Un ángel se encontró en una nube con una angelita. Ambos lucían sus respectivas aureolas y sus alas, y los dos portaban sendas liras, según la tradicional imagen con que se representa a los espíritus celestes. El ángel le dijo a la angelita: “Tenías razón. Tu marido ya sospechaba”. La señora de la fiesta les ofreció a Pepito y Rosilita: “Tengo dos muñequitos de chocolate, una muñequita y un muñequito. ¿Cuál quieres tú, Rosilita?”. “El muñequito -respondió la pequeña sin dudar-. Debe tener un pedacito más”. Estamos en tiempos de la Segunda Guerra. Perseguido de cerca por la Gestapo el espía británico se refugió en el convento de monjas de un pequeño poblado alemán. Irrumpieron en el claustro los perseguidores, y el agente alcanzó apenas a meterse bajo el hábito de una de las reverendas, que lo escondió ahí apresuradamente. Mientras los polizontes buscaban por todas partes sin resultado, la blancura y tibieza de las extremidades de la sor indujeron al inglés a poner su mano en ellas. En eso oyó una voz de hombre que le musitó con claro acento escocés: “No le sigas más arriba, compañero. Yo también soy espía”. La chica adolescente regresó de la escuela y les comentó a sus papás: “La clase de Educación Sexual estuvo hoy muy interesante. Nos enseñaron cómo se tienen los bebés. Y mañana va a estar más interesante todavía: nos van a enseñar cómo no se tienen”. Aquel extranjero no hablaba nada de español. Fue a una carnicería a comprar carne de res, y para darse a entender ante la dependienta se puso los dedos índices en la cabeza a manera de cuernos e hizo: “¡Mu!”. La mujer se volvió hacia la trastienda y dijo: “Viejo, aquí te buscan”. FIN.