Estoy absolutamente convencido de que Francisco Labastida Ochoa habría sido mejor Presidente de la República que Marta Fox. El marido de esta señora, en teoría Primer Mandatario, se convirtió en segundo por la excesiva injerencia que su esposa tuvo en los asuntos públicos, hasta el punto en que llegó a hablarse oficialmente de “la pareja presidencial”. En varias ocasiones me permití recordarle a Vicente Fox que el día en que asumió la Presidencia ciñó banda, no mandil. El guanajuatense fue un extraordinario candidato, carismático, enérgico y decidido. Yo no apoyé su candidatura a pesar de que fui siempre crítico del PRI y partidario del cambio democrático. Sin embargo, consideré que Labastida estaba mejor preparado para asumir la responsabilidad de conducir a la nación en tiempos de difíciles condiciones económicas y políticas. Fox me pareció un valentón de barrio; la forma en que se refería al candidato priista era bajuna y ofensiva. Abiertamente manifesté mi oposición a quien con sus alardes mostraba carencia de cultura y de civilidad. No me equivoqué en mi percepción. En solo un año Fox echó por la borda el inmenso capital político que con habilidad y determinación se había allegado, y de la mano con su señora esposa hizo un gobierno caracterizado por la improvisación y la frivolidad. Su pugna personal con López Obrador engrandeció al tabasqueño. Pienso que a Fox y a Peña Nieto debemos principalmente que el país haya caído en manos de ese demagogo que puso al país en el camino de la antidemocracia, y por lo tanto de la dictadura. Terminé anoche de leer el libro “La duda sistemática”, interesante autobiografía política de Labastida, y su lectura confirmó en mí la idea que siempre he tenido de él: la de un buen mexicano, un político talentoso e íntegro cuya labor en el servicio público rindió apreciables frutos en los distintos cargos que ocupó. Es una pena que por diversas circunstancias no haya llegado a la máxima magistratura. Estoy seguro de que habría sido un muy buen Presidente, y quizá nuestro país no se hallaría ahora en la aflictiva situación en que se encuentra. Pero esto es un supongando, como se dice en el Potrero de lo que es hipotético o puramente teórico. Una cosa, no obstante, puedo decir con certidumbre: la lectura del libro de Labastida me enseñó más acerca de política que un curso de dos años sobre la materia. Aquel curita joven se dirigió a la exuberante sexoservidora que buscaba clientela en una esquina. Le preguntó: “¿Cuánto cobras?”. En eso el cielo se oscureció súbitamente y cayó cerca un espantoso rayo. Dijo asustado el novel presbítero: “Caramba, Señor, yo nada más estaba preguntando”. Las desventuras conyugales no acaban para don Cucoldo. Hace unas noches sorprendió a su esposa Cleopatrina en ajustado trance de fornicación. Le dijo lleno de sentimiento: “¡Y con mi mejor amigo!”. “¿Y qué querías? -replicó la pecatriz-. ¿Que lo hiciera con el peor?”. En el Bar Ahúnda le comentó Astatrasio Garrajarra a su contlapache Empédocles Etílez: “Un siquiatra me quitó las ganas de tomar”. Opuso el otro: “Pero estás tomando”. “Sí -concedió Astatrasio-, pero sin ganas”. (La palabra “contlapache” es un expresivo mexicanismo usado para designar al cómplice o compinche. Viene del náhuatl tlapachoa, cubrir a alguien). Pulserito, muchacho adolescente, le pidió a su papá: “Háblame de sexo”. “Hijo mío -suspiró el señor-. Tengo 20 años de casado con tu madre. Ya se me olvidó todo lo concerniente al tema”. La escultural paciente le dijo al médico: “Caramba, doctor; yo creí que la acupuntura se hacía con una aguja”. (No le entendí). FIN.