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De políticas y cosas peores

ARMANDO CAMORRA.-

La Gioconda se presentó en el estudio de Da Vinci. Dejó caer la leve bata que la cubría y quedó desnuda por completo ante la vista del célebre pintor. “Se lo aprecio mucho, señora Mona Lisa -le agradeció Leonardo-, pero mi idea es pintar solamente su rostro. Siéntese por favor, y regáleme una sonrisita”.

La linda Loretela le advirtió en forma terminante a don Algón, salaz ejecutivo: “Desde ahora quiero que sepa que hay tres cosas que definitivamente no hago: leer un libro, oír música clásica y visitar un museo”. Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, les dijo a sus invitados al presentarles a don Sinople, su marido: “Es mi esposo. Ha estado tanto tiempo con nosotros que ya es como de la familia”.

Hay historias trágicas e historias cómicas. La que viene a continuación es tragicómica. El marido sorprendió a su esposa en el lecho conyugal con un desconocido. Sacó una pistola y le disparó al individuo las seis balas de la carga, con lo cual lo dejó bastante muerto. Le dijo la mujer a su consorte: “No lo niegues, Rodomiro: estás celoso”. Jamás he caído en esa red que son las redes sociales. 

No gusto de las estridencias; huyo del sonido y la furia del mundo; busco más bien el silencio y la serenidad. Tengo por ideal el lema franciscano que hice poner en un mosaico a la entrada de mi casa para desear a los que llegan Pax et bonum, paz y bien. Me alegra, sin envanecerme, el hecho de que alguno de mis artículos se vuelva viral -así se dice del que se difunde copiosamente en aquellas redes-, pero no busco ese objetivo, pues lejos de procurar el aplauso de las multitudes, que embriagan igual que un vino malo, prefiero la intimidad con mis cuatro lectores. 

Ellos me dan el regalo de leerme, y perdonan mis yerros y extravíos. Cierto pastor de ya avanzada edad proclamó con estentórea voz en su sermón: “¡Maté en mí al monstruo de la envidia! ¡Maté al monstruo de la soberbia! ¡Maté al monstruo de la lujuria!”. 

La esposa del reverendo se inclinó sobre su vecina de asiento y le comentó al oído: “Ese último monstruo murió de muerte natural”. Yo creo haberme librado ya del risible monstruillo de la vanidad. Doy las gracias, desde luego, y muy sinceramente, a quien aprecia un texto mío y lo difunde.

Eso es algo que valoro mucho y que me alienta a seguir en la práctica cotidiana de mi oficio, consistente en predicar en el desierto, honroso menester, si bien inútil ante la arrogancia de los poderosos. Agradezco, sobre todo, los mensajes de quienes me hacen el favor de leerme. Hace unos días escribí un artículo que llevaba por título “Tristeza”. A modo de gratitud por las numerosas respuestas que ese texto suscitó transcribo una de ellas, la primera que recibí. “Querido Catón: Estoy, como tú, tristísima al ver cómo se derrumba nuestro querido país.

He ido a todas las marchas; me inscribí en el INE para cuidar casillas; he presentado libros; he hecho todo lo que he podido para dejar a mis nietos un país mejor, con sus altas y sus bajas, pero donde sea un orgullo ver a nuestros soldados, y donde cantar el Himno Nacional nos llene de emoción.

Ahora ya no sé qué hacer. Quiero agradecerte todos tus pensamientos. Muchas gracias por todo lo que nos has dado. Durante años te he seguido, y lo seguiré haciendo. 

Mi padre, que lleva 15 años de muerto, también te leía siempre, y tenía un cuaderno con la lista de tus personajes y su descripción. Muchos saludos desde Puebla. MV.”. Mensajes como éste me ayudan a continuar en la tarea. Nunca dejé de hacer las de la escuela. Espero seguir haciendo las de la vida, mientras me la conserve ese misterio al que llamamos Dios. FIN.

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