Es comprensible que, con un poder excesivo concentrado en un solo individuo, llegue un momento en que éste incurra en actos de corrupción, en creación de leyes que riñan con el Derecho y con la Ética, así como en la aplicación de leyes en detrimento del valor justicia, y que quien posea tal poder se maree y pierda el piso.
Podemos establecer como punto de partida para este análisis que el principio de la división de poderes es consustancial a la democracia, pero ésta es igualmente consustancial a aquel: no puede concebirse la democracia sin la división de poderes, como no es posible pensar en la existencia de ésta, sin que se dé su aplicación en un régimen democrático.
En los achacosos y vetustos regímenes absolutistas que caracterizaron el siglo XIX y aún muy avanzado el XX, el poder político se concentraba en una sola persona que era el rey, el príncipe, el monarca quien administraba la cosa pública, legislaba y aplicaba la ley a casos concretos. Este panorama es propio de las monarquías.
En un estado democrático y republicano como en teoría es el nuestro, la democracia requiere de la división de poderes para ser efectiva; porque la concentración de facultades y atribuciones en uno sólo, conduciría lamentablemente a la descomposición política, al caos, y finalmente a la ingobernabilidad.
En tal caso, cual es el sentido que la Constitución disponga que la soberanía nacional reside originaria y esencialmente en el pueblo, quien en ejercicio de ésta, se da su forma de gobierno y que el pueblo la ejerce por medio de los poderes de la Unión, si al final del día, el Ejecutivo actúa autoritariamente como si fuera u príncipe, un emperador?
Ese fenómeno no solo se da en los países con régimen monárquico o imperial, también lo encontramos en países con alto índice de desarrollo político, y aún económico; lo hallamos inclusive en países con régimen republicano y presidencialista , en los cuáles el titular del Ejecutivo acapara todo el poder, avasallando a los otros dos e inaugurando en la práctica un régimen de corte absolutista.
El sistema de balanzas y contrapesos con la figura de la división de poderes fortalece y consolida la vida democrática.
Desde la Constitución de 1857, México introdujo esta figura, ratificada por la de 1917, en la que están claramente descritas y delimitadas las facultades y atribuciones de los poderes de la Unión, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, en ese orden. Esta es una realidad, pero si en la práctica el presidente actúa con un poder omnímodo, descalificando a los otros dos, y no tiene contrapesos le permite ejercer un poder sin obstáculos.
Previa a la articulación de las facultades y obligaciones de los poderes, la Constitución se ocupa de los conceptos básicos que son la esencia de la teoría y la doctrina, estableciendo que "la soberanía nacional reside originaria y esencialmente en el pueblo; todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste".
En ejercicio de esa soberanía, "el pueblo tiene en todo momento el inalterable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno". El pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión", por eso la nuestra es una democracia indirecta o representativa.
La ley fundamental mexicana deslinda perfectamente y con precisión el campo de acción de cada uno de los poderes, donde termina el de uno y donde comienza el ámbito del otro. La división del poder no implica, por lo tanto, confrontación o rivalidad, porque el supremo poder de la federación se divide para su ejercicio en legislativo, ejecutivo y judicial.
Para que el ejercicio del poder sea legítimo, es necesario que esté claramente descrito por la ley; de lo contrario la autoridad del Estado deviene en arbitrariedad, pues estaría invadiendo las facultades de otro poder.