El presidente López Obrador, hace algunos días, abrió su juego y planteó diversas reformas constitucionales. Con ello, plantea dominar la opinión pública en los próximos meses y fijar la agenda del debate electoral en la campaña presidencial. Aun cuando no se puede negar la temeridad presidencial y su capacidad para despreciar otras voces, otras propuestas surgirán y el debate será más amplio y diverso que lo que plantea el ocupante del Palacio. Sin embargo, su voz y sus ideas no pueden ni deben ser subestimadas.
En las próximas entregas me centraré en analizar las propuestas de reforma constitucional en materia de justicia. Una cosa queda clara. Existe una abismal diferencia en cómo la mayoría de los sistemas democráticos en el mundo plantean y reconocen la legitimidad democrática de la autoridad judicial y cómo lo hace el promovente, quien solo es acompañado en su visión por Bolivia.
En una democracia, mientras que las autoridades políticas, ya sea el titular de la administración o los miembros del poder legislativo, son electas por el sufragio directo y universal, no sucede lo mismo con las autoridades judiciales. Lo anterior obedece manifiestamente a la función que cada uno de esos poderes realiza en el contexto democrático.
El legislador expresa la voluntad de la comunidad para fijar las reglas sobre las cuales se organiza la vida social. El elector de alguna manera decide quién va a decidir, o cuando menos quién no va a decidir dichas reglas.
Por otra parte, el Presidente de la República es quien organiza los recursos humanos que van a formar parte de la administración pública.
En los casos anteriores el elector decide quién o quién no hace valer su voluntad en determinadas situaciones. La representación política implica una delegación de poder decidir y, por ello, el sufragio universal es la principal fuente de legitimación de las autoridades políticas.
En el caso de la autoridad judicial, la legitimidad deriva de la función que el juez hace. El juez no hace valer su voluntad al resolver, su función es verificar qué es lo que la ley dispone para el caso concreto. De ahí que el juez deba ser un experto en las cuestiones jurídicas. Debe acreditar estudiar los textos que desentrañan los alcances semánticos de las disposiciones legales y con ello fijar su alcance.
Por otra parte, el juez sólo interviene cuando se problematiza el alcance de la ley, es decir cuando diversas partes muestran desacuerdos sobre cómo deben de tratarse cuestiones que son relevantes en sus relaciones. Recordemos que la estabilidad en el tiempo es uno de los fines en la regla y para ello debe haber una aceptación razonable de su alcance entre aquellos afectados por la misma. En el caso de desacuerdo el asunto debe ser resuelto no sólo por un experto, sino por alguien que sea imparcial y no resuelva la cuestión dominado o cooptado por alguna de las partes.
Esto asume la mayor importancia en las relaciones asimétricas, es decir aquéllas en las que una de las partes es notoriamente más poderosa que la otra. Sólo un poder independiente puede someter a otro poder al cumplir con sus decisiones.
De aquí salen la mayoría de los conflictos entre la autoridad judicial y las otras autoridades políticas. La diferencia se centra en que el poder judicial no busca someter a un poder público a su voluntad sino al cumplimiento de una norma previa al acto que se analiza. Al resolver no hace una exploración interior para aquilatar lo que resulta correcto, sino que hace una argumentación explícita mediante la cual interpreta lo resuelto por otros, el legislador u otros jueces que resolvieron antes la cuestión para determinar cuál es la ley aplicable. En esta ley es en donde radica la voluntad política, no en su intérprete.