(EL SIGLO DE TORREÓN / DANIELA CERVANTES)
Un presentimiento. Dice que fue un presentimiento el que lo empujaba a salir de casa a contemplar el firmamento, a repasar las formas de las estrellas y los varios colores que ofrece el cielo. A pasar horas acostado panza arriba nomás viendo y viendo como las nubes cambiaban de forma, a detener su mirada en los cerros y en los destellos de luz que se escondían detrás de ellos.
Le gustaba ver todo aquello, contemplar todo aquello, como queriéndose grabar todas esas imágenes, y dejarlas perennes en su memoria, en sus recuerdos. Ahora dice que, quizá, fue eso, un presentimiento, porque un día, a sus 14 años, ya no pudo hacerlo. Mario Flores se volvió ciego. Ya no hubo más colores, ni luces, ni formas, sólo la negrura de la oscuridad que lo condujo hacía las sombras.
Van a dar las siete de la mañana. Por la carretera México 49, pasando la localidad de Los Ángeles en Lerdo, arribo hasta una casa solitaria hecha de bloc situada a pie de carretera clavada entre cerros. Ahí vive Mario Flores, ahora tiene 53 años, y todos los días, a pesar de su ceguera se transporta en camión hasta la Biblioteca Pública Benito Juárez a impartir clases de braille.
Lente oscuro y bastón en mano. Sale de su casa. “¿Ya tenía mucho esperándome?”, es lo primero que me dice.
El hombro de Carolina, su esposa, es la guía que lo sitúa del otro lado de la carretera para esperar el camión que lo llevará al centro del municipio. El cielo a esa hora tiene destellos rosáceos y el frío cala profundo en los huesos.
"Mire, allá se ve el lucero," me dice Carolina señalando al horizonte. "Cuando uno menos lo espera desaparece entre los cerros”. Y pienso: a Mario seguro también le gustaba verlo.
Ahí estamos los tres. Parados en la orilla de la carretera sintiendo el viento helado que avientan los vehículos que pasan por la vía sin divisarnos. Así como varios camiones hacen con Mario, porque en ocasiones se han dado las ocho de la mañana y ninguno se detiene a recogerlo, o, porque van llenos o simplemente hacen como que no lo ven, aunque sí lo hayan visto.
Mario entra a las ocho a su empleo, por eso desde la siete ya está en la orilla de la carretera frente a su casa esperando a que un camión se detenga. Apenas son las siete con cinco, y para activar la plática les pregunto qué cuánto tiempo llevan juntos, ella me dice que 12 años, y que tienen tres hijos.
En la charla estamos cuando un camión de La Loma pasa a toda velocidad frente a nosotros, es el transporte que debe abordar el profe para llegar a su empleo. No se detuvo porque, dedujo Carolina, iba lleno.
Fue hasta las siete con quince, aproximadamente, que logramos subir al camión número 42. Carolina, como todos los días, se queda en casa.
Mario en todo el trayecto va en silencio.
“Ya falta una cuadra ¿verdad?”, pregunta después de un rato al chofer, quien le contesta que sí. Y sí, justo a una cuadra el conductor detiene su marcha para que el hombre de gafas oscuras descienda. Yo desciendo junto con él.
No le digo nada, pero quedo asombrada del sentido de ubicación que posee. El profe Mayito, como también lo conocen, a pesar de ser invidente, me queda claro, siempre sabe dónde está.
EL INICIO DE LA OSCURIDAD
Desde pequeño, Mario presentó, primero, debilidad visual, después sufrió desprendimiento de retina en ambos ojos, esto ocurre cuando la retina se separa de su posición normal. Un diagnóstico que, como a una de cada 10 mil personas cada año, lo condenó a no ver más
Cuando perdió completamente la vista, en un principio, recuerda, literal, se hundió en la oscuridad, pero con el tiempo aprendió a enfrentar las sombras.
A los ocho años, junto a su madre y sus ocho hermanos, de Mapimí, Durango se trasladó a Monterrey, Nuevo León en busca de mejores oportunidades.
“Yo quería estudiar y después de buscar instituciones que me aceptaran con mi debilidad visual, entré a la escuela para invidentes José María Cárdenas”. Ahí, un año después, perdió completamente la vista.
Como dato: en México hay más de 415 mil 800 personas con ceguera, y según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), dos millones 237 mil personas tienen una deficiencia visual.
Mario, quien es parte de esa estadística, hasta los 18 años se apuntó a estudiar en una secundaria nocturna donde, después de dos meses de prueba, o él se adaptó al sistema educativo, o el sistema educativo se adaptó a él, porque en esa escuela nadie tenía idea de cómo darle clases a un ciego.
"Ellos me decían: 'Mario, ¿cómo vamos a trabajar contigo?'”. Recuerda que, gracias al apoyo de sus compañeros, que fueron solidarios con él, logró concluir esa etapa.
Aunque ya no pudo terminar la preparatoria por falta de recursos, el deseo de seguir aprendiendo lo llevó a regresar a la escuela especial para invidentes donde se certificó en el sistema braille. Una acción contestataria en un país donde, sólo el 15.5 por ciento de jóvenes con discapacidad logra estudiar.
En 1994, Mario arribó a la comunidad de Lerdo Juan E. García donde se adaptó a una nueva vida. Aunque su madre creía que su hijo venía de vacaciones, Mario se quedó, quizá, porque quería enfrentar por sí mismo el miedo de vivir entre las sombras.
"El miedo es el peor compañero. El miedo nos bloquea, nos daña... Cuando rompes el miedo, sientes ese aire fresco en el cuerpo, así, como un alivio”, expresa Mario con la confianza de quien ya lo rompió.
Trabajó, primero, haciendo mandados, después en una tienda, en una ferretería, luego consiguió trabajo en el Centro Comunitario de Juan E. García y después en el DIF Lerdo. El panorama laboral le resultó favorable, porque, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, una de las principales problemáticas que enfrentan las personas con discapacidad es la falta de oportunidades para encontrar empleo.
Mario no pasó por eso, aun así, él sentía que no era útil, y de alguna manera resignificó eso de ser ciego. Pensó que lo mejor que podía hacer era dedicar su vida en ayudar a la gente que, como él, no pudieran ver.
La vida lo encaminó a certificarse como bibliotecario y, después, a impartir clases gratuitas de braille. Con ello cumplió su anhelo, porque como profesor de ese sistema de lectura y escritura táctil mutó a convertirse en una especie de luz para las personas que se sienten presas en la oscuridad de su ceguera.
MÁS QUE UNA CÁTEDRA DE BRAILLE
Luego de bajar del camión, Mario se abre paso con su bastón, con el que, es común que diga, ha roto todos sus miedos.
"Para mí la discapacidad no existe. No soy un Superman, pero yo ni caso le hago a mi ceguera", me expresa mientras avanza tentando el piso.
Caminamos unas cuadras y llegamos a la biblioteca pasadas las 7:30 de la mañana. La mujer que hace el aseo nos abre la puerta y le facilita una hoja al profe para que marque su huella. Su jornada comenzó, y no terminará sino hasta las cuatro de la tarde.
Entramos al salón Luis Braille, llamado así en honor al educador e inventor francés, que también era invidente, conocido por desarrollar el sistema de lectura y escritura táctil para personas con discapacidad visual que lleva su nombre y que Mario predica desde el 2013. Se trata de un método que permite a las personas ciegas leer, escribir y hasta dibujar tocando el papel con las yemas de los dedos.
La biblioteca donde el profe y yo charlamos, es la única en la región de La Laguna de Durango que cuenta con un área de braille, en ella es posible encontrar 600 libros en el acervo, 120 títulos, regletas para escribirlo y material didáctico para aprenderlo.
También ahí está él, que más que enseñar a sus alumnos y alumnas el sistema que, cabe mencionar, es usado por 285 millones de personas ciegas en todo el mundo, también los alienta a suprimir los límites de sus cabezas.
CADA CEGUERA ES UN MUNDO
Mario Flores no ofrece clases grupales. El braille, me dice, se debe enseñar de forma personal, por eso atiende a sus alumnos a diferentes horas.
Por ejemplo, un día antes de que este diario lo acompañara durante toda una jornada, como a las dos de la tarde, en el salón Luis Braille estaba Zaida, una alumna que lo procura desde hace una década.
Ella quedó ciega a los 15 años, debido a una enfermedad genética llamada retinitis pigmentosa, la cual perjudica la retina, la capa de tejido sensible a la luz que se encuentra en la parte posterior del ojo. Según datos oficiales, esta afecta aproximadamente a una de cada tres mil personas a nivel mundial, por lo que se considera una enfermedad rara.
Más raro aún fue que ese mismo padecimiento atacó a su hermana que también quedó ciega a los 19 años. Ella, Zaida, actualmente tiene 29, es madre soltera de una niña y carga un bebé en su vientre que, me comparte, nacerá en enero.
Zaida, piel blanca y cara redonda, se dedica a vender mazapanes por el centro de Lerdo. A ella no le significa mucho reconocerse ciega, porque, me dice “no hay límites, los límites te los pones tú y te los quitas cuando tú quieras”.
Esa filosofía, reconoce, la aprendió visitando el salón Luis Braille, dónde además ha encontrado una mano de apoyo: "Para mí, este es un espacio donde no sólo tengo un maestro, también tengo un amigo."
A Zaida le entristece pensar que hay ciegos escondidos en sus casas que no quieren salir por miedo. Los entiende, pero piensa que ser ciego no significa tener que vivir perpetuamente entre las sombras.
"Cuando empecé a venir con el profe, era muy raro ver un ciego en Lerdo; estaban escondidos."
En su caso, gracias a que Mario la alentó, ella todos los días sale de casa, toma taxis, entra a comercios, deambula por la plaza, va por su hija a la escuela, cocina, y practica el braille. No quita el dedo del renglón en esto último, porque me dice riendo, aún hay dos letras de este sistema que le hacen la vida imposible porque en el tacto son como un espejo y las confunde, la ñ y la q.
Otra cosa que la confunde, me deja ver, es el tema de la inclusión, dice que es un concepto que constantemente escucha en los discursos políticos pero que siente no llega a su realidad, porque ella, siendo ciega, todos los días tiene que sortear, armada sólo con su bastón, banquetas invadidas por el comercio informal, la falta de oportunidades laborales, cero apoyo gubernamental y la discriminación social.
“Entonces ¿Dónde está la inclusión?”, reflexiona Zaida, y Mario, su profe de braille y amigo, respalda su cuestión. Ese día, con ella, concluiría su jornada.
UN DÍA ESPECIAL EN EL SALÓN LUIS BRAILLE
Pasadas las ocho de la mañana, una mujer de saco rojo entra al salón Luis Braille, ahí estamos el profe y yo. Mi voz le resulta ajena, por eso Mario le explica quién soy.
“Se llama Daniela y vino a hacer un reportaje”. Ella también se presenta, se llama Brígida y tiene 64 años. Trae un pastel en las manos, ese día, me entero, celebrarán un cumpleaños.
Ella perdió la vista de manera repentina, padeció lo mismo que el profe Mario, desprendimiento de retina. El médico, recuerda, describió su caso como un caso fortuito, “me dijo, ‘es como si se hubiera sacado la lotería’”.
Desde entonces, la mujer que disfrutaba de leer en tinta, en ese salón donde estamos, quizá de cinco por cuatro, ha adquirido nuevas herramientas para aprender a "ver" el mundo de otra manera.
Gracias al profe, por ejemplo, ahora sale sola de su casa, algo que antes no se atrevía a hacer y menos luego de que falleciera su esposo. "El profesor nos saca a caminar. Vamos a dar la vuelta y nos enseña a cómo abrirnos paso".
Y es que aparte de impartir braille, Mario trata de instruirlos a que se ubiquen para que siempre sepan dónde están. Por eso, regularmente salen del salón a dar vueltas por el centro de Lerdo y les comparte técnicas para usar mejor el bastón, además los instruye a hacerse valer en sociedad.
“No es sólo aprender braille o usar un bastón, es aprender a vivir con dignidad”, me reitera el profe de braille.
Por todo lo anterior y más, Brígida sabe que encontró un lugar donde sus sombras poco a poco se desintegran.
Después de las nueve de la mañana otros alumnos llegan: María del Carmen, Juanita, Zaida y Juan Carlos, esté último es el que cumple años. También acude Carolina, la esposa del profe Mario, y la mamá de Juanita, que, aunque no son invidentes, percibo, ya son parte de la comunidad.
María de Carmen quedó ciega después de resistirse a un asalto, forcejear con el ladrón, caer y pegarse en la cabeza. Juanita nació sin ver, cuando tenía un año y medio se dieron cuenta porque topaba con todo, Juan Carlos, por su parte, desde chico tuvo severos problemas visuales. De esto me entero en medio de la celebración que duró aproximadamente una hora y media.
Después de comer pastel, guisados, tomar refresco y desearle lo mejor al hombre que cumplió 48 años, el profe Mario retoma la cátedra de braille que por esta vez imparte en grupo, y para hacerlo aún más inusual, también me deja ser parte.
En medio de las actividades y los ejercicios que realizamos en clase, enfocadas mucho en desarrollar más el sentido del tacto y en aprender el abecedario en relieve, de pronto olvidé que ellos no podían verme, quizá, porque en ese pequeño salón de la Biblioteca Pública Benito Juárez, descubrí algo que no necesita de la vista para ser evidente: la fuerza inmensa de quienes enfrentan las sombras.
En mi libreta escribo: Mario Flores y sus alumnos no sólo descifran el mundo con las yemas de sus dedos, sino que lo iluminan cada vez que salen de sus casas a romper sus propios límites. Ellos, subrayo, son el ejemplo de que la oscuridad no es el fin, sino sólo un lienzo donde se puede reinventar otra forma de “ver” el mundo.