El presidente de la República se entrampó. El primer día de su mandato formuló una promesa cuyo cumplimiento exigía y exige enorme determinación y, ahora, tan sólo restan ocho meses para decidir qué hacer y hacerlo.
Sea cual sea la suerte de ese compromiso adquirido por voluntad propia, el mandatario está impelido a resolver si reivindica a plenitud la vigencia y el respeto a los derechos humanos o si sostiene con un elevado costo político y social la alianza entablada por él con las fuerzas armadas. Menuda disyuntiva.
Presumiendo ser un político sin zigzagueos ni titubeos, de Andrés Manuel López Obrador se espera una respuesta firme y definitiva, así sea repudiar el compromiso. No recurrir a pretextos cuyo fondo revela el ejercicio del no poder. ¿Qué pasó el 26 de septiembre de 2014, aquella noche de Iguala, en la cual desaparecieron los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa?
Más de nueve años han transcurrido de entonces a la fecha y, hoy como ayer, un manto de impunidad extiende la oscuridad de aquella noche terrible. Y, por si algo faltara, a cuatro días de concluir este sexenio, se cumplirán diez años de aquella barbarie. ¿Qué cuentas se van a rendir, al bajar el telón del sexenio?
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Si bien y con cuanto supone, a nombre del Estado, el mandatario pudo pedir perdón a los familiares de los jóvenes desaparecidos, adoptar la política de punto final y cerrar con dolor ese capítulo negro, Andrés Manuel López Obrador hizo lo contrario: prometió ir al fondo de lo sucedido.
El compromiso 89 de los cien que el mandatario asumió el primero de diciembre de 2018, decía y dice a la letra: "Se investigará a fondo la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa; se conocerá la verdad y se castigará a los responsables." Y, dos años después, en el reporte sobre el estado de ese compromiso se consignó: "en proceso". Si hoy se actualizará ese reporte, se consignaría: "en retroceso".
Podrá argüir el Ejecutivo, como ha empezado a hacerlo, que fue y es víctima de un complot por parte de múltiples actores involucrados en el esclarecimiento de lo sucedido aquel 26 de septiembre, a fin de desprestigiar al Ejército y hacerlo quedar mal a él. Lo cierto, sin embargo, es que él solo se entrampó. No se puede resolver una situación antagónica y salir bien librado de ella: apoyarse en las fuerzas armadas y responsabilizarla de importantes tareas, obras y funciones correspondientes a la administración civil y, en paralelo, investigar si están involucradas en la desaparición forzosa de personas.
Si el poder civil se finca y apoya en el poder militar no es de extrañar que, al tiempo, el primero dependa del segundo.
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Del apoyo de las fuerzas armadas, la administración hizo un pilar.
Cuando antes de asumir el poder, el Ejecutivo decidió no regresar a las fuerzas armadas a los cuarteles y recargar en ellas la responsabilidad de la seguridad pública limitando su actuación, se entendió que la fuerza y actividad criminal lo exigía. La contradicción se justificaba. Luego, cuando les encargó emprender y realizar obras públicas, emblemáticas del sexenio, se entendió que el mandatario estaba resuelto a impedir que el elefante blanco de la burocracia las ejecutara a paso lento o, de plano, las frustrara. Qué mejor que contar con una fuerza de tarea disciplinada, con claras líneas de mando y sin sindicato.
Sin embargo, cuando entregó a las fuerzas armadas tareas logísticas, administrativas e, incluso, empresariales incurrió en un exceso, quizá, a fin de evitar que más adelante éstas pudieran ir al sector privado. Cruzó la raya. Desde luego, el beneficiario de ese rol otorgado a las fuerzas armadas es el actual mandatario, la perjudicada será quien ocupe Palacio. Civilizar la administración y acotar el papel de las fuerzas armadas no será nada sencillo, si la idea es recuperar el espacio público y civil que ahora ocupan el Ejército y la Marina.
En tal circunstancia, someter a investigación la actuación de los militares destacados en Iguala aquella noche es, dicho con suavidad, muy difícil.
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Lo delicado de incumplir con la promesa de investigar lo sucedido a los jóvenes normalistas, y no sólo a ellos, sino también a los más de 111 mil desaparecidos en el país es que siembra la duda del compromiso presidencial con los derechos humanos.
Un compromiso que, conforme se acerca el fin de sexenio, se diluye dejando ver la mar de impunidad y, aun cuando se niega, la adopción de posturas iguales a las del pasado. Aquellas donde se revictimiza a las víctimas, se acusa a la prensa de hacer "la apología de la violencia", se tienden cordones de seguridad tras ocurrida la tragedia en turno, se manejan las cifras del crimen a gusto o se dice hacer lo que se puede, siendo bien poco lo que se puede.
Ejemplo de ese desdén por los derechos humanos lo encarna justamente la titular de la Comisión responsable de ellos, Rosario Piedra. Asistió antier al Congreso a rendir un informe sin pies ni cabeza, anunciando la intención de desaparecer la Comisión y crear al Defensoría del Pueblo e inasistió en Ginebra, Suiza, al Examen Periódico Universal del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas que revisó la situación en México.
En ese foro se cuestionó la militarización y la situación de los desaparecidos, los periodistas, los migrantes, los refugiados, los defensores de derechos humanos… pero la responsable de velar por ellos… no fue.
Menudo detalle.
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¿Qué va a hacer el presidente de la República con el compromiso 89? ¿Lo cumplirá o incumplirá? ¿Saldrá del entrampamiento?
En breve
¡A qué presunta ministra! Interpuso en nuevo recurso contra la posibilidad de que la Universidad divulgue si es o no licenciada. Frenar esa posibilidad despide un tufo a confesión de parte.
[email protected] @SobreavisoO
La promesa presidencial de investigar la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa, conocer la verdad y castigar a los responsables no está en proceso, está en retroceso.