ÁTICO
La novela de Rulfo es un clásico universal. La película es digna de ella. Dolorosamente, ambas hablan al México de hoy.
Pedro Páramo es una metáfora de México. Metáfora de nuestro paisaje pétreo, pobre y estéril, de la crueldad de nuestra historia, de la conmovedora y mórbida religiosidad popular, de la fascinación con el poder, de la sombra terrible de la figura paterna, del abismal desamparo de la figura materna. Y metáfora de cómo todo ese tejido de pasiones distorsiona e impide el florecimiento del amor.
Pedro Páramo es una metáfora de México. Metáfora de nuestro paisaje pétreo, pobre y estéril, de la crueldad de nuestra historia, de la conmovedora y mórbida religiosidad popular, de la fascinación con el poder, de la sombra terrible de la figura paterna, del abismal desamparo de la figura materna. Y metáfora de cómo todo ese tejido de pasiones distorsiona e impide el florecimiento del amor.
Solo un poeta de la prosa como Juan Rulfo era capaz de escuchar los murmullos (título preliminar de la novela) que musitan las ánimas del purgatorio en las calles, alcobas, recintos, altares abandonados de aquel espectral pueblo de mujeres enlutadas y machos que a la menor provocación se "hombreaban" con la muerte. Pueblo donde los muertos están más vivos que los vivos. Solo una prosa poética como la suya podía hacerlos hablar, a ellos y a las piedras, los tiliches, las nubes, el viento, la luz. Solo Rulfo, trayendo a cuestas a su padre asesinado, podía recrear la orfandad histórica de Comala, metáfora de la orfandad mexicana.
El escenario es el Occidente de México después de la Revolución. Pueblos enteros habían sido arrasados, despoblados por el hambre, la peste, la guerra y las incursiones de los Atilas locales, como Inés Chávez García, bandido borracho de sangre. Pero apenas se levantaba de aquella hecatombe cuando sobrevino la Guerra de los Cristeros, que es el desolado marco de la novela. Son cristeros los que irrumpen en la Hacienda "La Media Luna" pero don Pedro los apacigua con la fuerza incontestable del cacique. No hay ley que se le interponga ni precio que no pueda pagar. No hay resquicio en su alma para el afecto, salvo para Miguel, el único hijo que entre todos los que regó en el mundo tuvo a bien -solo Dios sabe por qué- adoptar. Pero Miguel, encarnación bestial del padre, a hierro mata y a hierro muere. Y entonces la ambición de tenerlo todo, de dominarlo todo, se trasmuta en algo distinto: "¿Quién es Pedro Páramo?", pregunta Juan Preciado, el hijo que viene a reclamar su herencia. "Un rencor vivo", le responde el arriero Abundio, otro hijo, uno más. El rencor vivo vive para la venganza. Y no hay hombre que se le enfrente ni mujer que se le resista. Salvo Susana San Juan, la primera, la única, la idílica, la inalcanzable e inalcanzada.
Tan consustancial es el lenguaje poético a la obra de Rulfo que parecería imposible llevarla a la pantalla. Obras similares en las que predomina el drama íntimo del protagonista, su diálogo interior, han fracasado. Así ocurrió con Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, ese otro descenso en los infiernos. Pero el arte logra aproximaciones prodigiosas, y Pedro Páramo ha inspirado una: la película dirigida por Rodrigo Prieto.1
Solo un poeta de la imagen como Prieto podía hacernos ver la novela de Rulfo, verla y escucharla, acompañada de un trasfondo musical discreto, libre de tono folclórico. Verla y seguirla con claridad, en sus círculos y vericuetos. Las admirables actuaciones femeninas corresponden fielmente a las mujeres que encarnan: la providente Eduviges, la ingenua Doloritas, la maternal Damiana, la atormentada María, la doliente Cuarraca, la pecadora innombrada y desde luego la inasible Susana. En las interpretaciones masculinas resalta la del padre Rentería, torturado por la culpa y la fe; la de Fulgor Sedano (el frío y servicial capataz), la del incestuoso Bartolomé San Juan y la del propio Juan Preciado, errando absorto entre fantasmas. Para el papel de Pedro Páramo, Prieto eligió a Manuel García Rulfo, carismático actor que imprime en el personaje una ira contenida, una melancólica indiferencia, una naturalidad para hacer el mal. Y sin embargo, hay algo sutil que termina faltando. Como si el director se hubiera apiadado un poco de su personaje. "Todo dictador, desde Creón en adelante, es una víctima", escribió García Márquez. ¿De verdad? La poesía y la prosa sugieren la crueldad, el cine puede representarla. Prieto eligió no hacerlo, y con ello, quizá, suavizó al personaje. No es el único caso en el cine. El misterio del mal se difumina. De alguna manera se perdona.
México ha vuelto a ser el enlutado páramo de la novela. La boda de Pedro Páramo que aparece en la película es un remanso de color que se agradece, pero que solo subraya la pesadumbre que lo rodea. Y es que esa cara festiva ya no es la nuestra. En México el poder ha vuelto a ser "un rencor vivo" y no hay más ley que su ley. Las mujeres buscan a sus hijos y los hombres se matan, porque sí. Todos son hijos de Pedro Páramo. En Netflix.