La igualdad es uno de los términos que se ha convertido en algo casi subjetivo, una escala del negro al blanco con mil tonalidades grises. El diccionario de la Real Academia define este concepto como “conformidad de algo con otra cosa en naturaleza, forma, calidad o cantidad”. En palabras coloquiales, la igualdad implicaría que el trato, los derechos, obligaciones y oportunidades deberían ser las mismas para todos y todas. En la actualidad se ha fortalecido el movimiento que busca la igualdad de género, ya que es una de las principales brechas que históricamente han vivido las mujeres: la discriminación sistemática por su género. Pero existen otros tipos de minorías (o tristemente, mayorías) en los distintos círculos en donde nos movemos: si pensamos en nuestros gobernantes, el prójimo de segunda sin duda es el que no votó por el partido en el poder, el que no se encuentra en el círculo de amigos, conocidos o personajes de influencia con los que se generan compromisos; porque una vez que se tiene el poder se deben tomar en cuenta las necesidades de todos y todas y no sólo las de algunos grupos.
Como clientes de negocios o usuarios en las dependencias gubernamentales, la discriminación se relaciona principalmente por el aspecto físico, el amiguismo o la decisión de participar en situaciones corruptas. Y qué decir sobre las empresas y organismos, en donde las políticas y oportunidades se dan sólo para algunos y en donde abundan las excepciones.
El seno familiar no se queda atrás. No es raro encontrar “el hijo preferido o la hija preferida”, al que tratamos diferente en términos de cariño y oportunidades. Ahora veamos el sistema de impartición de justicia y las leyes que lo sustentan, en las que la desigualdad está profundamente arraigada y que desgraciadamente no mejorará sustancialmente sólo porque haya un nuevo juez.
La discriminación contra las minorías religiosas, indígenas, personas LGBTI o con discapacidad es también un problema que se ha hecho visible pero no termina de resolverse; aún falta mucho por hacer para que sus miembros se sientan seguros e incluidos. Y así podemos seguir ejemplificando la profunda desigualdad que es parte inherente de nuestra sociedad, de la que todos y todas somos parte, quizás algunas veces sufriendo la discriminación en algún ámbito y en otras impulsando el trato diferenciado al prójimo de “segunda”.
De manera preocupante, los distintos medios de comunicación y las redes sociales tienen una función medular en la propagación de información — muchas veces falsa y tendenciosa— que promueve y alienta la discriminación y el odio. Los que detentan el poder incluso lo utilizan como estrategia de campaña y de gobierno.
Como se menciona en el portal de las Naciones Unidas, “los principios de igualdad y no discriminación constituyen la esencia de los derechos humanos y no se restringen a grupos especiales”. Una afirmación cierta y hasta tristemente romántica, porque en un mundo en donde aprendemos a temprana edad que la desigualdad y la discriminación son normales, creo firmemente que un verdadero cambio debe empezar en uno mismo y en los pequeños círculos en los que es posible influir para erradicar la visión del prójimo de segunda.