Un tiroteo. Uno de tantos. De un lado, quizás, los criminales. Del otro, la policía o la Guardia Nacional. En medio de la refriega es imposible distinguir unos de otros. Una bala atraviesa el cuerpo de un joven o de una joven, que cae en el acto. Al final de la batalla, no es sino un cadáver más sobre el terreno. Para cuando su familia al fin descubre lo ocurrido, luego de infinitas horas o días o semanas de angustia -en el mejor de los casos-, los hechos se han vuelto borrosos o inasibles. Alguien -¿quién?, ¿de qué lado?- siempre se encarga de que el lugar del crimen se torne irreconocible. Peritos inexpertos o amedrentados llegarán a las conclusiones que sus jefes esperan de ellos, en tanto las versiones de los testigos, los involucrados, las autoridades y los acusados se superponen en un galimatías sin sentido.
Y este es solo el inicio de la pesadilla: un hijo o una hija muertos, sin que sus padres, madres o hermanos sepan por qué o por quién. Unos les dirán una cosa, otros la contraria. Se inicia entonces su viacrucis, semejante al de cientos o miles de familias en busca de la justicia. Y la verdad.
No encontrarán ni una ni otra. No exageremos: no las hallarán en el 99.6 por ciento de los casos. Aun así, esquivando amenazas y extorsiones -pagarán en cada etapa del proceso-, los padres se mantienen firmes. Presentan la denuncia, insisten en que se abra una carpeta de investigación y esperan. Un mes, un año, dos, cinco, la vida entera.
En otro lugar, la policía sospecha de otro joven. Quizás sí estuvo allí, o no. Tal vez era parte de la banda criminal, o no. Tampoco lo sabremos. La consigna es demostrar que se hace algo. Se le acusa y se le aplica, por supuesto, la medida estrella del lopezobradorismo, la prisión preventiva oficiosa. Es detenido y, si se resiste, golpeado o torturado. Su familia no puede pagar un abogado y se le designa uno de oficio. En el mejor de los casos, este logrará empantanar el proceso. En el peor, una rápida condena. (Los abogados de oficio solo obtienen sentencias absolutorias en menos del 10 por ciento de los casos).
Durante los siguientes años -muchos años- las fiscalías fingirán investigar en tanto los jueces, los mejores de entre ellos, se contentarán con seguir al pie de la letra los procedimientos, siempre más atentos a la letra de la ley que a la justicia. Lo más probable es que alguien tenga un interés político y que se revele que una de las partes tiene más poder o más dinero que la otra. Esa será la única medida de su éxito. Se sucederán extorsiones, amenazas, sobornos y chantajes. Y al final nada cambiará: una familia tendrá un muerto o una muerta, otra uno de sus integrantes en la cárcel -sin sentencia- y nadie, nadie, ni justicia ni verdad.
Esto ha ocurrido, desde el 2006, en casi medio millón de casos, afectando -basta sumar- a millones de familias. Añadamos todos los demás delitos: desapariciones, violaciones, secuestros, robos con violencia... Y hablamos solo de los que se denuncian, frente a los que quedan en la sombra. Esta es la abominable radiografía de la justicia penal en México.
En efecto: este es el sistema que los mexicanos construimos o aceptamos por décadas. En uno de los mayores ejercicios de cinismo y autoritarismo, hoy Morena y sus aliados se aprestan a aprobar una reforma que, como puede verse, no mejora en nada este panorama atroz, sino que lo empeora. Y extiende el caos penal a otras áreas -civiles, familiares, comerciales- donde la justicia funcionaba un poco mejor. Evidentemente, elegir a los jueces por voto directo, en medio de esta catástrofe, no ayuda un ápice a combatir la impunidad y solo da motivos para acentuar la incertidumbre.
Lo más trágico es que a nadie -ni a los furibundos defensores de la reforma ni a sus hipócritas detractores- les importa un bledo la justicia. Lo más probable es que prevalezcan los primeros; con ello, la 4T controlará al fin todas las instituciones del país: la pesadilla de los ciudadanos, el sueño de AMLO. De un país en el que -parecía imposible- habrá todavía menos espacio para la justicia y la verdad.
@jvolpi