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Los irlandeses que murieron mexicanos (Parte III)

Después de un armisticio de dos semanas durante el cual se emprendieron negociaciones de paz, se llevó a juicio a los san patricios capturados bajo los cargos sobreabultados de deserción y servir en las filas mexicanas.

Los irlandeses que murieron mexicanos (Parte III)

Los irlandeses que murieron mexicanos (Parte III)

DR. ENRIQUE SADA SANDOVAL

Después de la Batalla de Monterrey, los ejércitos enemigos convergieron al sur de Saltillo, en el paso de La Angostura. Una vez que Santa Anna en persona pasó revista el 22 de febrero, se asignó el mando de la batería de cañones a ochenta hombres del Batallón de San Patricio. La batería de este cuerpo militar, situada en una loma desde donde dominaba toda la llanura, disparó botes de metralla que abrieron grandes huecos en las filas estadounidenses, al grado que Taylor y sus huestes estuvieron a punto de ser aniquilados.

Sin embargo, tras la victoria pírrica de La Angostura, donde más de la tercera parte de los hombres de la compañía de San Patricio murió o fue herida debido a la falta de provisiones y alimentos, Santa Anna ordenó la retirada a San Luis Potosí con la idea de hacerse fuertes, pero incurriendo en un descalabro estratégico que el tiempo hizo evidente.

Después de desembarcar en Veracruz el 9 de marzo de 1847, los soldados del general Scott sitiaron el puerto y forzaron su capitulación tras bombardear a la indefensa población civil, luego de lo cual las fuerzas estadounidenses avanzaron tierra adentro, siendo enfrentadas con denuedo por el Batallón de San Patricio y las fuerzas mexicanas estacionadas en Xalapa, aunque esta vez sin el mismo éxito que en los llanos de Coahuila, en La Angostura.

Como parte de la estrategia para sumar a más desertores a la causa nacional, Santa Anna emitió desde Orizaba un volante en inglés donde enlistaba concesiones para cualquier estadounidense que se pasara del lado mexicano, en tanto el mismo capitán John Riley preparó una circular que, debido al avance norteamericano, no logró imprimirse: “A mis amigos y compatriotas en el ejército de Estados Unidos: El presidente de esta República […] les ofrece una vez más su mano y los invita, en nombre de la religión que profesan […] a impedir que sus manos asesinen a una nación cuyos pensamientos y hechos nunca los dañaron a ustedes ni a los suyos”.

La última gran batalla de este noble cuerpo de defensores se llevó a cabo en Churubusco. Cuando los valerosos combatientes se quedaron sin pedernal ni munición del calibre adecuado y los estadounidenses escalaron los muros, la batalla se convirtió en una terrible lucha cuerpo a cuerpo. 

El corresponsal del diario Daily Picayune de Nueva Orleáns, que acompañaba al ejército invasor, ofreció testimonio de los hechos: “…la guarnición completa, con la excepción de los pocos que lograron escapar durante la parte inicial del conflicto, se rindió. Los que se negaron con más vigor fueron los desertores del batallón de San Patricio, quienes pelearon con desesperación hasta el final, arrancando con sus propias manos varias de las banderas blancas izadas por los mexicanos como prueba de rendición”.

Muy a pesar de su valor, para estos extranjeros mexicanizados, la batalla de Churubusco marcaría algo terrible: el principio de su fin. Después de un armisticio de dos semanas durante el cual se emprendieron negociaciones de paz, se llevó a juicio a los san patricios capturados bajo los cargos sobreabultados de deserción y servir en las filas mexicanas: sesenta se declararon inocentes, once se declararon culpables y otro, Edward Ellis, se negó a hacer una declaración, alegando que nunca había hecho juramento como soldado del ejército de Estados Unidos.

Mientras esto sucedía, docenas de personas suplicaban a las autoridades estadounidenses que les perdonaran la vida a los san patricios. Además de oficiales mexicanos —tanto civiles como militares— los apelantes incluían al arzobispo de México, algunas mujeres de la sociedad mexicana, el ministro británico y demás individuos, incluyendo a veinte ciudadanos estadounidenses que eran extranjeros en la capital, según testimonia una carta que decía: “Humildemente rogamos que Su Excelencia el General en Jefe de las fuerzas estadounidenses tenga la gracia de complacerse en otorgar un perdón al capitán John O’Reilly de la Legión de San Patricio y, hablando en general, a todos los desertores del servicio estadounidense”.

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