En más de una oportunidad he citado a Thomas Szasz (1921-2012), psiquiatra estadounidense conocido por su acérrima crítica sobre la medicina moderna. Su idea, "teocracia es la regla de Dios, democracia es la regla de la sociedad, y farmacracia es la regla de la medicina moderna y de los doctores" es veraz. La farmacracia impone sus reglas a través de una compleja urdimbre, soterrada en ocasiones, abierta en otras. El poder de las compañías farmacéuticas es inmenso. Compiten con la industria militar y el narcotráfico en cuanto a flujos de dinero: algunas compañías superan o contrapuntean con el PIB de naciones centroamericanas o africanas.
Un viejo artículo del New York Times (2017) me acompaña, "Entre más lujosos los regalos a médicos, más costosas las drogas que prescriben". Demoledor es el consejo a los pacientes de la doctora Adriane J. Fugh-Berman: "No deberían acudir con médicos que atienden a representantes farmacéuticos; menos de un minuto de conversación es suficiente para que el galeno prescriba mayor número de marcas comerciales". El comentario exime a los representantes de las actitudes de los médicos. La responsabilidad recae en la ética y en el conocimiento del profesional. Comparto uno de mis mottos: "Entre menos elementos éticos y menor información médica, más probabilidades de caer en las redes de la industria farmacéutica".
Denostar a las compañías farmacéuticas no es el leitmotiv del artículo. El progreso social obedece en buena medida a la generación de fármacos. La calidad de vida y la mayor longevidad dependen de las costosas y largas investigaciones efectuadas en sus laboratorios, no siempre fructíferas y siempre onerosas; el desarrollo de una molécula útil, desde las primeras pruebas en el laboratorio hasta la comercialización, puede tardar dos o tres décadas.
Las farmacéuticas son negocio y no son responsables de la miseria poblacional; sin embargo, deberían incrementar sus obligaciones sociales: lo que hacen por las comunidades pobres no es suficiente, y no lo es, además, porque incontables investigaciones se llevan a cabo en poblaciones sin recursos. Sobran ejemplos en la literatura médica acerca de estudios que no cumplen normas éticas mínimas en poblaciones africanas o latinoamericanas. Lamentablemente, la mejoría en la calidad de vida y el incremento en la longevidad debido a las nuevas medicinas es inequitativo. Basta pensar en México: en tiempos morenistas cincuenta millones carecen de servicios de salud.
Quienes estudian las tácticas de las farmacéuticas ofrecen datos crudos. Enlisto tres críticas: 1) Entre más costosos los regalos, mayor influencia sobre los doctores. 2) Entre mayores obsequios, mayor número de recetas con fármacos caros. 3) Los regalos influyen en las prescripciones.
La suma de los puntos previos reproduce ingratas realidades. El poder de las farmacéuticas sobre los médicos es abrumador. Algunos doctores, aunque en la actualidad esas tendencias tienden a desaparecer, han conocido el mundo y viajado con grandes comodidades. Las compañías seguirán sus quehaceres y continuarán corrompiendo médicos. Esas políticas se complican más si se consideran otros conflictos: dobles raseros en las investigaciones efectuadas en países pobres y ricos, presión por vender productos no del todo eficaces, ganancias estratosféricas y jugosos pagos a galenos por dictar conferencias sobre sus fármacos.
El poder de las farmacéuticas debe ser contrarrestado. Dotar a los doctores de armas éticas es imprescindible. La mayoría de las escuelas y residencias médicas desdeñan esa materia. Sólo desde la ética puede lucharse contra la farmacracia.