Dios hizo al ruiseñor. La noche se llenó de armonías tan hermosas que hasta las estrellas del cielo detuvieron su curso para oírlos.
Pero el Señor no quedó satisfecho.
Hizo entonces a la alondra. Cuando cantó por primera vez el ave las flores abrieron sus pétalos como si quisieran recoger en su corola el prodigio de aquel canto
Pero el Señor no quedó satisfecho.
Hizo entonces al zenzontle, que tiene cuatrocientas voces, cada una más bella que las otras.
Pero el Señor no quedó satisfecho.
Pasaron muchos siglos. Un día el Señor oyó los primeros balbuceos de un niño que en brazos de su madre y junto a la recia ternura de su padre quería empezar a hablar.
El Señor, que después de todo es también Padre, supo que ésa era la música más bella que podía escucharse en todo el Universo.
Y entonces, finalmente, descansó.