Estas ciruelas que se dan en Ábrego son tan rojas que casi llegan a ser negras, y tan dulces que llegan casi a ser mujer.
Su variedad tiene hermoso nombre: Santa Rosa. La amada eterna solía poner un canastillo de ellas en la mesa del comedor, y toda la casa quedaba perfumada con su aroma.
Cada ciruela es un milagro. Tantos son sus enemigos que es necesaria la intercesión de su celestial patrona para que se salve. Las heladas suelen asesinarla en flor. Los vientos de la Semana Santa pueden hacerla caer del árbol cuando es apenas una caniquita, según la expresión usual del rancho. Los pájaros la picotean y le dejan cicatrices indelebles.
En estos momentos, sin embargo, me estoy llevando a los labios una de estas ciruelas del Potrero. En ella están el sol de Dios, el agua que del cielo viene, la madre tierra y el trabajo nuestro de cada día. He gozado la ciruela. He comulgado.