El burro, paciente bestezuela, es en el rancho del Potrero una especie en vías de extinción.
Ya no se escucha su rebuzno wagneriano, ni se le ve por los caminos con su carga de leña o de forraje. Lo ha sustituido la motocicleta, que los muchachos pueden comprar a plazos de 100 meses y a la que no hay que dar de comer ni llevar a que tome agua en el estanque. También al campo llega la modernidad, ese mal inevitable, ese inevitable bien.
Yo extraño a los pollinos de antes. Se ha ido para siempre el burro que tocó la flauta, y para siempre se ha ido también Platero, el borriquillo del poeta. Como una estampa en sepia queda el recuerdo de la Chula, aquella burrita que tiraba del pequeño carro en que su dueño vendía nieve por las calles de mi ciudad.
Aunque parezca chabacanería hago el elogio del borrico. No tiene la galanura del caballo ni la fuerza y reciedumbre de la mula, pero a cambio es manso y humilde de corazón, como la bienaventuranza. Ayer fue parte esencial del paisaje campesino; hoy está amenazado de desaparición. En este momento mi nostalgia va a lomos del último asno que en el rancho queda. Tras él voy caminando yo.