El padre Héctor Secondo, jesuita de origen italiano, ejerció su ministerio durante muchos años en el templo de San Juan Nepomuceno de mi ciudad, Saltillo.
Era todavía niño cuando su madre oyó hablar de un santo sacerdote que vivía en Turín, y llevó a su hijo con él para que lo bendijera. El religioso puso la mano sobre la cabecita del pequeño, y tras una pausa le profetizó: “Tú serás cura, e irás a un país muy lejano que se llama México”. Aquel sacerdote era San Juan Bosco.
El padre Secondo tenía la voz tan queda que apenas se le oía. Capellán en la Primera Guerra, había aspirado en las trincheras gases asfixiantes. Era muy bondadoso. Yo gustaba de confesarme con él, pues tras oír mis pecadillos infantiles me imponía de penitencia tomarme una taza de chocolate con dos piezas de pan de azúcar, así de flaquito y débil me veía.
No he olvidado al buen padre Secondo. La bondad nunca se olvida. La otra noche se me apareció en el sueño. Miró mi barriga de canónigo y me dijo con una sonrisa: “Veo que no has dejado de cumplir la penitencia”.
¡Hasta mañana!...